Recorría un escalofrío tu espalda mientras recordabas
ese último día, el último momento en el que tus ojos y mis ojos se cruzaron.
Los míos sangrantes, los tuyos decididos, esbozando un adiós eterno en el que
no había cabida para el reencuentro. Te permitiste entonces imaginar un mundo
en el que fuera posible estar juntos y, durante un segundo, sonreíste. Al abrir
los ojos, de nuevo encontraste una habitación vacía en la que la soledad y la
nada convivían con tu permiso, una habitación en la que los ecos de mi risa chocaban contra tus oídos
que, angustiados, se esforzaban en no oírla y el aroma de mi cuerpo inundaba tus
sentidos que, embravecidos, luchaban por desterrar del tuyo.
Y te quedaste allí, sentado, sin moverte.
Sin más...
No hiciste nada, no luchaste por nada, no intentaste
cambiar nada.
Tu corazón te hablaba a ritmo de tambor, insistente,
dolorido.
Díselo,
te decía, díselo…
Pero tú no le escuchabas.
Sin más…
Sí, te hubiera gustado hacerlo, pero decidiste
permanecer sordo a las llamadas que yo te hacía desde algún lugar no demasiado
lejano a ti. La mirada fija en el techo, la cabeza echada hacia atrás, los ojos
llorosos, los brazos cruzados, el rostro serio e inalterable. El sonido de mi
voz llamándote era la única banda sonora que llenaba esas cuatro paredes entre
las que te escondías cuando huías de mí.
Siempre fue así, siempre es así, siempre será así.
¡Vete!,
gritabas, ¡déjame solo! No puedes estar
aquí, ¡vete! Este no es tu sitio, ¡márchate!
Te miré, sonreí, me acerqué, te besé. No quiero, contesté, no quiero…
Y allí, de pie, en medio de esas cuatro paredes que
acogían nuestro amor más puro, me miraste, sonreíste, te acercaste, me besaste.
Quédate, dijiste, quédate…
Siempre fue así, siempre es así, siempre será así.
Sin más…
Bss.
No hay comentarios:
Publicar un comentario