Artículo publicado en el "Libro de Verano de Águilas 2018".
La pequeña tienda que regentaba estaba situada a
escasos pasos de la Playa de Poniente, junto a La Posada, frente a la Plaza
de Abastos del bonito y modesto pueblo de Águilas. Su especialidad, cariño
y pasión en lo que hacía y, su plato fuerte de cada día, trabajo y más trabajo.
En la puerta del establecimiento no había ningún cartel que anunciara su nombre
o lo que se vendía, pero todo el mundo en Águilas sabía que allí se podía
comprar comida y que la que había detrás de aquel mostrador metálico que
brillaba cada mañana al reflejar el intenso sol que reinaba en el cielo de
aquel rincón del Mediterráneo, era Apolonia, la mujer de Juan Pérez Sánchez, el
mecánico que tenía su taller unas calles más abajo, en la Plaza Granero.
Ella, la tendera, era pequeña, como una muñeca de
porcelana. Su cuerpo era delgado, su sonrisa, eterna y sincera, y su mirada,
limpia y amable, te devolvía un reflejo grisáceo que alguno de sus hijos
heredaría. De ella os podría contar muchas cosas, todas ellas buenas, cosas que
quedaron para siempre encerradas en esas paredes llenas de estanterías una vez
que su hijo Fernando, el heredero del comercio y mano derecha de Apolonia en su
negocio, se trasladó a un comercio más grande y más céntrico, años después.
La cercanía del puerto pesquero y del Castillo de San Juan dotaba al comercio
de Apolonia de una clientela la mar de variada. Nos contaba muchas veces cómo
los pescadores venían cada semana a pesar en la vieja balanza la mercancía que
traían, cómo le daban las largas notas con la compra que necesitaban llevar
para embarcarse durante la semana y no pasar falta cuando estaban faenando.
También os podría contar cómo el corazón de Apolonia no soportaba pensar que
tal o cual familia pasaba “falta” y había días que regalaba más que vendía.
Así, cuando se jubiló y cerró la tienda, la “libreta”, esa en la que se
apuntaba lo que se fiaba, estaba llena de cuentas perdonadas que jamás fueron
cobradas de muchos de los vecinos de la zona de Poniente. Esta era una práctica
habitual en los comerciantes de la época: así se ayudaba a las familias que
contaban sólo con un pequeño sueldo para alimentar a los hijos y se ocupaban de
saldar sus deudas una vez al mes.
Apolonia era una mujer sencilla, madre de cuatro
hijos, amante esposa y mejor persona. Y no lo digo yo, que soy su nieta, sino
que, a lo largo de estos años, tras su trágica y dolorosa muerte, tan sólo unos
meses antes de ser yo madre por primera vez, son muchas las personas que la
recuerdan en Águilas con mucho cariño, con todo ese amor que ella regaló
durante toda su vida. Si querías a alguien que te escuchara, acudías a ella, si
necesitabas un favorcico, acudías a
ella, si querías un hombro en el que apoyarte, acudías a ella. Y ella te
recibía con esa sonrisa que te alegraba el día porque nunca se enfadaba, a
pesar de que su vida tampoco era fácil ni divertida… Pero eso no importaba,
Apolonia siempre tenía una palabra amable en los labios, siempre estaba ahí,
detrás de su mostrador metálico, con esa sonrisa que aún hoy, casi diecinueve
años después de su muerte, no he sido capaz de olvidar. Y eso me encanta.
Años después de que la “tienda vieja”, como nosotros la llamábamos para diferenciarla del
comercio que mis padres abrieron años después, cerrara sus puertas, eran muchos
los momentos que, tanto mi hermano como yo, pasábamos con ellos, con mis abuelos,
con Juan y Apolonia, a la que en casa todos llamábamos “payaya”, apelativo cariñoso que mi primo el mayor le colocó cuando
empezó a hablar y que todos fuimos adoptando según crecíamos. Todos y cada uno
de esos momentos estuvieron protagonizados por esa sonrisa, esos ojos, esas
manos,… Por ese amor que desprendía con sólo mirarte…
Y hoy, aquí, en este libro de recuerdos, hazañas,
vivencias y experiencias en el que se ha convertido esta preciosa publicación
que da el pistoletazo de salida al verano aguileño, enmarco mi particular
homenaje a una mujer que no fue protagonista de nada, pero que lo fue todo para
los suyos. A mi abuela Apolonia, a mi “Payaya”.
Porque no hay alegrías sin recuerdos, y mis recuerdos
están llenos de ella.
Bss.