El verano siempre nos sorprende con nuevas y variadas
anécdotas, algunas memorables, otras no tanto, dependiendo en parte de las personas con las que estés
en el momento de producirse el acontecimiento que marca el verano, ese
día que deja para siempre señalada una fecha en el calendario y que dentro de unos
años será “el verano en el que pasó… (lo que sea que fuera)”.
Para mí acaba el verano ya (como buena aguileña, el verano
acaba cuando pasa el 15 de agosto, así es) y siempre recordaré este verano como
el verano en el que sucedió un hecho traído de otra época, algo que he leído
mil veces en las novelas ambientadas en aquellos años protagonizados por una
alta sociedad de aristócratas, ricos herederos, banqueros, médicos, pintores,
artistas protegidos por los ricos del momento, toreros de éxito en
las plazas,…; esa época de los siglos XVIII, XIX y principios del XX en España de las grandes fiestas,
en la que las alcahuetas intermediaban entre amores imposibles, o mal vistos, y
las citas entre enamorados se cerraban con una notita hábilmente introducida en
la limosnera de la dama y que ella leía a hurtadillas mientras sus mejillas se
sonrojaban, dejando traslucir el deseo de ese encuentro. Esos affaires
furtivos eran muy habituales entre personas pertenecientes a distintas clases
sociales y, en muchos casos, era el modo habitual de hacer saber al otro el
“interés” en entablar una relación romántica al más puro estilo del Don Juan.
Bien, pues este verano, como cada año, celebramos una vez
más una genial cena de amigas, como viene siendo habitual desde hace tantos
años que ya ni recuerdo cuándo fue la primera. Este año elegimos un sitio
nuevo, a la orilla del mar, con el castillo al fondo y la Bahía de Levante
reflejando una Luna que iluminaba la noche dando a tan esperado acontecimiento
un brillo especial. La cena transcurrió como se esperaba: con besos de reencuentro, risas, alguna
mueca de disgusto por alguna opinión no compartida, mucha conversación y
grandes deseos de que la noche acabara bien. Y así fue. Acabó requetebién.
Cenamos un excelente pescado de mi tierra al que le siguió
una copa en la terraza del local, de cara a esa maravillosa panorámica que nos
ofrecía la noche. Al salir, me di cuenta de que algo había llamado la atención
de una mesa cercana y todos lo que en ella estaban sentados, tres hombres y una
mujer, nos miraban con bastante descaro, teniendo en cuenta lo cerca que
estábamos unas de otros, cercanía que permitió que me diera cuenta de que uno
de los caballeros era un afamado torero… Ahí es nada…
La mesa que nos habían preparado para las copas quedaba
justo en la esquina izquierda de la terraza, colocada paralela a la playa, por
lo que yo, desde la cabecera de la mesa, no perdía detalle de las risas y
miradas de las que éramos objeto, aunque desconocía el motivo de las mismas, motivo
que minutos después haría que enmudeciéramos de asombro, cuando una de las
camareras se acercó a una de mis amigas (el rostro enrojecido de la vergüenza
que sentía y la voz vacilante, como si de repente su cuerpo se hubiera
convertido en un flan), con una notita doblada en una mano. La pobre chica,
superando el shock del que era
víctima, le susurró al oído a mi amiga que “el
señor de la mesa de enfrente me ha pedido que te entregue esta nota”. A lo
que, como podéis imaginar, la susodicha no supo qué contestar. Una vez que la
camarera se hubo marchado, nos abalanzamos “todas a una” sobre mi amiga y el
amarillo y misterioso papel que mantenía, incrédula, en la palma de su mano,
como si de una caja de Pandora se
tratase.
“¡Ábrelo! ¡Ábrelo!”, gritábamos importándonos muy poco que
el autor no perdiera detalle de lo
que decíamos.
“Qué guapa eres. Por
un admirador”, junto con dos números de teléfono, era lo que rezaba la
notita que nos transportó a la época de los grandes salones, camisas
almidonadas y amplios vestidos con enaguas y polisón, cuyo frufrú se dejaba oír en cada vals que se bailaba, bajo la atenta
mirada de carabinas y celestinas.
Pensaréis que esto se acaba aquí. Pues no… Porque mención
aparte merece la retirada de escena del torero, que tras pagar las comandas de
su mesa, se puso en pie, ajustó su pantalón negro de pinzas a su estrecha
cintura, remetió los faldones de su camisa blanca casi “almidonada” e infló su pecho como si de un palomo en celo se
tratara: espalda erguida, cabeza alta, barbilla alzada (dejando patente en este
gesto el tamaño de su altanería). De esta guisa pasó, mirando de reojo nuestra
mesa, semejando el gesto al que seguramente mantiene durante el tradicional paseíllo en la plaza un domingo a las cinco
de la tarde, capote en ristre. Un triste mutis
que, a mi entender, sobró. Pero bueno, ¿qué sé yo del mundo de la farándula?
Igual los famosos digieren los “no” mejor así…
Resumiendo, y como supondréis, este verano será, pasa
siempre, el verano del “todas casadas, todas paridas”.
Bss.
Ole, ole y ole!! Dos orejas y un rabo para esta historia tan divertida!!
ResponderEliminarSaludos desde Murcia. Eva P.
Jajaja!! Ese pase torero!! Bss
EliminarMuy buena historia , ese noche disteis el capotazo final jajjaja . Un abrazo
ResponderEliminarSi!! Jajaja, totalmente! Bss!
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