El transcurrir de los años le había ayudado a ver el pasado
con ojos más realistas, más certeros. Ya no pensaba que había sido el destino
el que le había jugado una mala pasada, sino que había sido él el que un día
decidió jugar con su suerte sin saber que la vida, a veces, se torna juguetona
y nos hace ser marionetas en sus manos invisibles.
Sentado en el extremo de aquel espigón que un día guardó sus
sueños, pensaba que tal vez la vida no había hecho más que jugar con él,
aunque, bien mirado, nunca hubiera conocido a Isabel. No se habría deleitado
mirando los hoyuelos que adornaban su bello rostro; sus dedos nunca se hubieran
perdido en su pelo del color del mar embravecido, ni hubiera conocido nunca el
amor de una sirena. Bien mirado, su vida no hubiera sido una vida
extraordinaria si ella no hubiera estado junto a él.
Recordó con ternura cómo ella lo miraba cuando hacían el
amor en la cubierta del viejo Laura,
y cómo él le contaba mil historias de la mar mientras las olas mecían
suavemente aquel bote que fue el testigo más fiel de su amor. Habían pasado más
de sesenta años desde entonces y ya veía cómo llegaba el fin de sus días, sin
ella asomando por el viejo peñón, que un día, le empujó a vivir la vida de
marino que siempre quiso ser. Ése era su lugar, su refugio, su cielo y su
infierno; allí iba cuando estaba alegre, cuando no podía seguir caminando,
cuando el peso del amor extinguido por el paso del tiempo le curvaba la espalda
y le impedía encarar el día a día. Sabía que le quedaba poco; quizá, con suerte,
tres o cuatro años, pero ¿qué era la vida ya para él? Una sucesión de horas,
minutos, segundos… Nada más que el paso lento de unas horas vacías que jamás
volverían a ser nada sin su compañera, sin su Isabel.
Mientras daba vueltas al viejo bastón que su hija le había
regalado en su último cumpleaños, veía cómo el Sol se iba poniendo sobre un
Mediterráneo que más parecía un espejo que otra cosa. La brisa acariciaba las
arrugas de un rostro que, en otro tiempo, había sido joven y bello. Con una
media sonrisa, se dejó llevar a aquellos años de juventud, en los que todo era
prisa por vivir, prisa por amar. Isabel vivía en el extremo de la calle que él
recorría cada día para ir a los muelles. Cada mañana, ella se asomaba a la
ventana para verlo pasar. Fernando era hermoso, fuerte, de piel morena y
cabello aún más oscuro. Sus ojos, verdes como las profundidades del mar, la
miraban sonrientes mientras su boca, más discreta, dudaba buscando algo que
decirle. Ella, coqueta, se atusaba su larga melena negra como el azabache y lo
miraba con esos bellos ojos marrones que hacían de su rostro el más bello e
inolvidable de todos los que se dejaban ver por el pie del Castillo.
Ambos se conocían desde el día que nacieron, un once de noviembre,
casualidades de la vida... Sus madres decidieron que ambos debían llegar juntos
a este mundo y que sus vidas irían unidas por lazos invisibles hasta el fin de
las mismas. Se pusieron de parto el mismo día y casi a la misma hora, porque Polonia, la madre de Fernando, esperó
hasta la hora de cerrar el comercio que tenía junto a la plaza de abastos y que
regentada con su marido. Ella era así, detallista con todos a más no poder, y
no quería que ningún vecino pasara falta de nada si cerraban antes. El primero
en nacer fue Fernando, y unos minutos después llegó al mundo la bella sirena
que le robaría el corazón años después.
Desde ese momento, el destino rigió sus vidas y los fue
encaminando el uno hacia el otro. Todo eran pequeños atisbos al doblar una
esquina, un reflejo en una ventana, una mirada furtiva en la playa, cuando cada
uno jugaba con sus amigos. El destino ganó la partida con un poco de ayuda de
Polonia y Lola, las madres de los pequeños enamorados, que no hacían más que
cotorrear en casa nombrando al otro a cada momento. Los padres de ambos se mantenían
a una prudente distancia de este tema, no fuera a ser que les cayera a ellos el
peso de la furia materna y asumían, cada uno a su modo, que tanto Isabel como
Fernando, tenían decidido su futuro.
-He dicho que será así, y así será, decía Polonia una noche
mientras fregaba los platos de la cena.
-Sí, mujer, así será, contestaba Juan, su marido, casi en
susurro para no contrariarla demasiado.
Y sí, así fue. Un 1 de mayo, Fernando e Isabel se unieron en
matrimonio para toda la vida con sus padres como testigos. Como banda sonora,
el latido alegre de los corazones de ambos, que, desde ese momento, latían al
unísono en el comienzo de una vida en común que ambos asumían como lo mejor que
les había pasado nunca.
Fernando sonrió nostálgico al recordar aquellos años, esos
días que ahora, llegando el ocaso de su vida, tanto añoraba y con tanta nitidez
recordaba. Contó hasta tres para tomar impulso y levantarse de la fría roca en
la que se había dejado caer. Después, lentamente, con paso decidido, se
encaminó hacia la punta del espigón; desde allí se divisaba la Isla Negra,
solitaria, orgullosa, y allí, sentada sobre la vieja roca, dormida, desnuda, le
esperaba ella.
Genial princesa, como siempre
ResponderEliminarPrecioso!!!!
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