Posiblemente era verdad eso que empezaban a decir en el barrio.
María se había marchado la víspera con un abogado muy bien calzado... Bueno,
bueno... Qué contentos debían estar sus padres. Seguramente ahora no se
atreverían ni a ir a por el pan, como hacían cada mañana a las siete y cuarenta
y cinco, ni un minuto más, ni uno menos. Exactos en todo, menos en la educación
que le habían dado a María. Claro que también había que reconocerles el mérito,
padres a los casi cincuenta, por uno de esos milagros que obra la ciencia hoy
en día. Vaya ganas... Y ahora tenían a una veinteañera con ganas de marcha que
había decidido que fueran la comidilla del barrio a sus ya casi setenta.
A la niña ya se le veía venir. Desde bien pequeña, te miraba con
esos ojazos negros y te encandilaba. Era como una bruja en tamaño “mini” que te
dejaba seco cuando te hablaba. Luego fue creciendo y, claro, la cosa mejoró;
bueno, a decir verdad, empeoró. Esos ojazos negros de niña se convirtieron en
ojazos negros de mujer, y ya no te dejaba seco, sino todo lo contrario:
babeabas nada más intuirla, antes de que doblara la esquina, con aquellos
tacones que tamborileaban anunciando la llegada de la perdición. Muchos fueron
o, mejor dicho, fuimos, los jóvenes que caímos rendidos a sus pies inútilmente,
porque ella ya apuntaba alto. María quería salir del barrio en limusina y con
el bolso repleto de “pasta”. Sobra decir que ninguno de los que babeábamos a su
paso podíamos sacarla del barrio a una vida mejor; ni siquiera teníamos para llevarla
a cenar más allá de la Pizzería de Lucio,
que había dos calles más abajo.
No quiero que penséis que, por lo ya dicho, el barrio en que vivíamos
era un barrio pobre, o que nuestros padres no podían ofrecernos un futuro
mejor. Para nada. Mis padres y los de María eran gente trabajadora, honrada,
gente humilde que ahorraba todo lo que podía para que sus vástagos (María y yo,
vecinos sin derecho a nada, por lo que iba yo viendo) pudieran estudiar y tener
una vida más cómoda, que no rica. Eran de los que te decían continuamente:
"Tú esfuérzate, trabaja mucho y sácate una carrera que te proporcione un
buen trabajo y puedas tener una vida mejor que la nuestra".
Y no había nada más que decir. Si lo que tú querías era trabajar
en la fábrica donde habían trabajado toda la vida tu padre, su padre y el padre
de su padre, pues no podías.
Y a callar.
Con esto quiero dejar claro que nuestros padres eran currantes,
buenas personas que nos daban diariamente la oportunidad de buscarnos,
honradamente, un futuro digno y libre.
Pero María no lo veía así. Menospreciaba a sus progenitores
burlándose de sus costumbres, no dudaba en insultarles ni en reírse de ellos y
los convirtió en esa clase de padres sufridores que se avergüenzan de la actitud
de la hija, sin ser capaces de enfrentarse a ella y exigirle el respeto que les
debe por haberle dado la vida y haberle proporcionado un hogar, comida que
llevarse a la boca, ropa que ponerse, estudios y cariño. Mucho cariño.
Lo malo fue que nunca tuvieron el valor que unos padres deben
tener de no permitir a un hijo subírsele a la chepa, así que sufrían en silencio los vaivenes del amor de la
hija.
Y ahora esto.
Decían las malas lenguas (de eso también tenemos en el barrio) que
la habían visto salir con un enorme bolso al hombro, unos tacones de palmo y
una actitud muy digna y altiva que no dejaba lugar a dudas de lo mucho que nos
iba a echar de menos a todos.
La madre, asomada a la ventana de la salita que daba justo al
patio delantero del edificio, lloraba en silencio, pañuelo en mano, mientras que
el padre miraba alejarse a la hija con ojos enrojecidos y puños apretados,
intentando contener la rabia e indignación que sentía por el abandono de María.
María… ¡Ay, María! Pensaste que tu vida mejor estaba lejos de casa, lejos de los tuyos, y te
equivocaste. Abandonaste en aquella ventana el abrazo recogido de un hogar
lleno de familia. Olvidaste que no hay nada como el cuidado y el cariño de unos
padres que te lo regalan todo sin que tú les des nada a cambio. Pensaste que el
dinero lo compra todo y te equivocaste. Dejaste atrás lo único verdadero que
había en tu vida, menospreciando el amor de los únicos que darían su vida por
ti. Allí los dejaste, sí, con el corazón roto y la vida deshecha, rezando, cada
día, por tu vuelta.
María… Ay, María…
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