Sin hacer ruido, entré.
Me senté junto a su cama en la bonita mecedora azul que le
habíamos regalado en su último cumpleaños y que ella siempre llamaba "la
sillita del abuelo". Allí, mirándola mientras dormía, no pude evitar que
las lágrimas resbalaran por mis mejillas.
"Tranquila", me dije, "deja de llorar. La vas a
despertar".
Me limpié los ojos con el dorso de mi mano y me dejé caer sobre el
respaldo de la "sillita del abuelo", mientras hacía un enorme
esfuerzo por relajarme. Fue fácil. En ese cuarto se respiraba tranquilidad,
felicidad. Se notaba, nada más entrar, que todo lo que allí había era puro,
hermoso, sereno. Sólo se oía la respiración de la pequeña que, ajena a lo que
sucedía a su alrededor, dormía plácidamente, mientras soñaba con angelitos. Con
su angelito. Con el que iba a velar por ella todos los días del resto de su
vida a partir de hoy.
Allí, sentada, recordé el día que ella llegó a nuestras vidas.
Como todos los abuelos, imagino, pensamos que nuestros nietos son "lo más todo del mundo", pero es que ella
lo era. Preciosa, redondita, suave.
Llegó anunciando su nacimiento con un llanto ensordecedor que
vaticinaba su vitalidad. Tenía un precioso lunar marrón en el centro de su
pequeña frente y, cuando nos sonrió, en sus mejillas asomaron dos preciosos
hoyuelos que harían de su sonrisa la más bella del mundo.
Su abuelo la tomó en brazos horas después de haber nacido y, desde
ese momento, su amor fue incondicional. La amaba con esa pasión que sólo un
abuelo puede sentir por su primera nieta y ella le correspondía sin ninguna
duda. Jamás hubo en el mundo dos seres que al mirarse demostraran más amor.
Él se sentaba en el porche de casa con ella en brazos cada día y
le contaba toda clase de historias, de cuentos, ... Le contaba anécdotas de su
padre, nuestro hijo; se inventaba mundos en los que ella era la reina y él su
amigo más íntimo. La besaba, la acariciaba, la mecía y, claro, la malcriaba.
Los padres de la pequeña bebita
tomaban esta relación con mucho respeto. "Nos encanta que se quieran
tanto, están tan felices cuando están juntos...".
Y sí, así era, se les veía muy felices. Desde siempre, por
siempre, para siempre.
Ella fue creciendo. Comenzó a andar, a hablar, a coger unas cosas
y a pedir otras. Y su abuelo siempre a su lado.
"Ito", le decía abreviando mucho, mucho, el cariñoso
término de "abuelito" que él se había empeñado en que ella le
llamara, "¡ven!".
Y él iba. Allá donde ella lo llevara o donde ella quisiera ir.
Y los veíamos a través del ventanal de la enorme casa que
compartíamos con sus padres, mientras ambos se alejaban de la mano, charlando
sin parar, hacia el lugar que ella había elegido ese día para construir su
reino por un rato.
Y, así, habían transcurrido los últimos cuatro años. Ella pedía,
el abuelo le daba, los demás intentábamos sacarla un poquito cada día del mundo
de fantasía que él había levantado alrededor de la nieta y, todos juntos,
éramos muy felices por tener una familia con la que compartir tanta dicha.
Hasta hoy.
Él se durmió, sonriendo. Como cada día, sus últimos recuerdos
fueron para las horas que esa tarde habían pasado juntos los dos, abuelo y
nieta. Lo que ella había preguntado, lo que él le había explicado, el cuento
que le contó mientras tomaban el sol en el jardín y cómo ella le había cogido
la mano, acariciándole las arrugas que la llenaban.
"Esta niña va a ser muy lista, ya verás. Y es tan guapa que
vamos a tener que echar a los pretendientes de casa de todos los que va a
tener, jojojo", rio. "¡Ya verás!".
Y, mientras sonreía pensando en todo lo que la nieta le había
hecho y dicho ese día, se durmió.
Para siempre.
Ella preguntará mañana, claro. Su mejor amigo ya no va a construir
ningún mundo de fantasía para ella. Ya no la cogerá de la mano para ir a tomar
el sol; no habrá un abuelo que le aplauda cada nueva palabra que aprenda, ni
cada nuevo reto conseguido. No estará el día de su comunión, ni la verá
graduarse. No la acompañará el día de su boda, ni podrá darle un beso en el
hermoso lunar de su frente cuando sea madre por primera vez.
Ella preguntará mañana, claro. Y yo le diré que su "ito"
ha ido al reino de los cielos a cuidar desde allí a la reina más
bella. Le diré que, mientras dormía, le crecieron unas hermosas alas de ángel y
que, volando, se fue al cielo para, desde allí, velar por nosotros.
Por siempre, para siempre.
Bss.
Precioso
ResponderEliminarMuchas gracias!!
EliminarBonito recuerdo de los abuelos que todos hemos tenido, princesa
ResponderEliminarPues sí, los abuelos han sido para mí muy importantes. Gracias!!
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