23/06/20

Mario.


Su llegada no se esperaba hasta dos días después, pero él se adelantó a lo previsto. No quería llegar tarde a esa cita, mucho menos en circunstancias tan especiales. Allí dentro, calentito como estaba, llegó a plantearse no salir, pero bien mirado, seguro que había muchas cosas nuevas que conocer y grandes historias que vivir.

El día elegido por nuestro protagonista para hacer tan feliz aparición quedaría marcado en el calendario como un día inolvidable. Aunque él llegó mientras las campanas de una iglesia cercana acababan de anunciar las siete de la tarde de un caluroso día de un verano recién estrenado, todos comentaban un importante detalle: nacía el día de la noche de brujas por excelencia, una noche de fuego y calor, de llamas y agua…. Nacía la mágica noche de San Juan.
Lo primero que vio al llegar fue la cara de un joven, un chico que parecía llamarlo a gritos para que por fin dejara de molestar a la que iba a ser su madre, la que se suponía iba a cuidar de él el resto de su vida, ya que, según había oído desde su caliente y cómodo hogar los meses pasados, ella era la que siempre estaría con él. Puede que incluso hiciera algo para calmar esa hambre atroz que se empeñaba en hacer que su pequeña barriguita de bebé rugiese como si de un león se tratase.
El desconocido lo sacó con mucho cuidado (¡qué buen chico parecía!) y lo puso con dulzura sobre una toalla caliente y mullida que sostenía en sus finos brazos una mujer que lo miraba con gesto serio y algo aburrido. Claro, debía ser ya el quinto o sexto bebé que ayudaba a nacer ese día… Lo tapó y comprobó que no tuviera nada dentro de la boca ni de la nariz que pudiera taponar su respiración o que pudiera atragantarlo. Contó los dedos de sus manos y pies, lo limpió un poco y, ahora sí, con una gran sonrisa en los labios, lo llevó hacia ella. La madre tenía los ojos cerrados, el esfuerzo la había dejado exhausta, pero, al oír cómo la enfermera le acercaba al pequeño, los abrió, despacio, con cautela, como si se fuese a romper sólo con mirarlo. Antes de tomarlo en sus doloridos brazos preguntó a la enfermera si estaba bien, si había comprobado que todo fuera normal, a lo que ella respondió que sí, que el bebé era perfecto. La madre, entonces, lo cogió con fuerza, protegiéndolo, jurándole en ese tierno momento en el que se miraron por primera vez que nunca, jamás, dejaría que nada malo le sucediese, que siempre estaría a su lado, que su cuerpo sería la trinchera que protegería su vida hasta que ella dejara de respirar. Él la miró y sus labios sonrosados le dedicaron la más maravillosa de las sonrisas con la que consiguió enamorarla para siempre.
Agotada como estaba, pidió a la seria enfermera que cogiera a su pequeño. Notaba que las pocas fuerzas que le quedaban empezaban también a desvanecerse. Cerró los ojos y se dejó llevar hasta perder por completo la consciencia. Cuando despertó un rato después, se dio cuenta de que estaba en otra sala, sola, completamente sola. Una tenue luz alumbraba la estancia lo suficiente para no molestar; no había ninguna ventana, ni parecía que las enfermeras que antes la habían estado ayudando anduviesen por allí. De repente, recordó que ya todo había acabado, que era la víspera de San Juan y que su bebé ya había nacido. Recordó sonriente cómo él la había mirado, como si la conociese desde siempre, y cómo uno de sus minúsculos deditos se había enredado en su larga melena. Se preguntó dónde estaría… Una urgente necesidad de comprobar que estaba bien se iba apoderando de ella, mientras intentaba moverse para buscarlo. Con esfuerzo, logró girar la cabeza hacia la derecha de la sala. Entonces lo vio. Estaba despierto. Le habían puesto un gorrito azul para darle calor y sus ojos, vueltos en su dirección, parecían mirarla tranquilamente, como evaluando los movimientos de ella. No lloraba, no se movía, no hacía nada más que observarla con sumo interés.
“¿Cómo se va a llamar?”. La voz a su espalda hizo que se sobresaltara, no había oído llegar a nadie ensimismada como estaba en la contemplación de tanta belleza.
“Mario”, contestó.
“Noche de brujas, segundo hijo y Mario por nombre. ¿Sabes que ese nombre se relaciona con el dios Marte, el dios de la guerra? ¡Prepárate!”.
Mientras la matrona le susurraba esto a la madre, se acercó a la pequeña cunita donde el bebé reposaba tranquilamente sin perderse detalle de todo lo que allí sucedía. Con mucho mimo, lo cogió en sus brazos y se lo llevó a la madre, acurrucándolo contra su pecho para que ambos se sintieran, para que ambos escucharan el corazón del otro y los latidos se acompasaran para ser uno solo el resto de sus vidas.
Doce años han pasado desde entonces, doce maravillosos años en los que han latido juntos, han llorado y han reído. Doce maravillosos años en los que madre e hijo han ido de la mano siempre.
Doce irrepetibles años …

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