10/04/20

La inmortal Saeta.

Van llegando en silencio los peregrinos al lugar donde reposa, doliente, año tras año, Nuestro Señor. Despunta el alba cuando la calle, silenciosa en un principio, empieza a despertar y se oyen, a lo lejos, los quejidos de los tambores que, respetuosos en su lento llanto, se van acercando por la orilla del mar. Me asomo a mi balcón, del que ya pende la bandera del Paso Encarnao en la que luce, hiriente, la corona de espinas que le infligió tanto daño. La puerta de tan Sagrada Morada ya está llena de nazarenos cubiertos de blancas túnicas y capas del color de la sangre que brota de las heridas de Nuestro Señor; ellos serán los encargados de ayudarle a salir al encuentro de la Madre que, Dolorosa, le espera para despedirse. En el momento en el que los estandartes coloraos se inclinan ante tan Sagrada Presencia se oye, desde un balcón cercano, la voz de un hombre que, acompañado de cornetas, deja escapar de su corazón lo más sentío de esa Saeta que canta al Jesús del Madero, haciendo que nuestros cuerpos se estremezcan ante tan desgarrador cante:

“Cantar de la tierra mía, que echa flores al Jesús de la Agonía y es la fe de mis mayores.
¡Oh, no eres tú mi cantar!
No puedo cantar ni quiero, a ese Jesús del Madero, sino al que anduvo en la mar”.
Ante la emoción de lo que a continuación va a suceder, y que el correr de los años no ha conseguido aminorar, me dirijo raudo hacia el trono dorado con lecho de rosas rojas, las más hermosas, las más bellas para mi Señor, atado esa mañana a la Santa Columna. El fajín de terciopelo, que rodea mi cuerpo cubierto con una capa del color de los rubíes, refleja destellos escarlatas en los ojos durmientes, bañados de sangre, de la figura que espera su salida hacia la casa de la Santa Madre que, impaciente, le aguarda para bailar por última vez en el Sagrado Encuentro que se produce, cada Viernes Santo, ante los corazones llorosos de los nazarenos que se inclinan ante Él en señal de respeto, al tiempo que la música nos alienta a llevar tan preciada carga con devoción y emoción a su Última Morada.
Se oyen entonces los aplausos de la gente allí presente ante la maravilla que es ver cómo encara el paseo, con el mar al fondo y la brisa azotando las enseñas del tradicional Paso Rojo, acompañados del sonido lastimero del tambor que marca el ritmo de la procesión. Es entonces cuando, desde mi puesto de mayordomo como guía del Cristo de la Columna, levanto la vista al balcón vestido de rojo. Allí, mi familia aplaude a nuestro paso con fervor, animando el lento balanceo del trono en el momento de la recogida, el momento más querido, más significativo, más emotivo para mí: los nazarenos, dispuestos a guardar a Nuestro Señor, abren los portones de la Cofradía de nuevo, mientras la banda de cornetas que nos acompaña cada año toca con excelente acierto el Himno de España.
Justo en ese instante, con una mano apoyada en el dorado filo y la otra en mi corazón, le doy las gracias a mi Señor por haberme permitido, un año más, acompañarle en su agonía y procesionar por las calles de mi pueblo, juntos, en solemne peregrinación, rezando en silencio. Es justo en ese instante cuando resuenan en mi cabeza los versos de esa inmortal Saeta al mirar los cristalinos ojos de la figura que se alza, eterna, sobre mí:
“Dijo una voz popular:
¿Quién me presta una escalera para subir al madero,
para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno?”

1 comentario:

  1. Qué emocionante!!! Qué bonito, Isa.
    Este año todos desde casa lo acompañamos con el corazón.
    Cuidaos mucho. Os quiero.

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