por
Isabel
María Pérez Salas.
No sabía cuánto tiempo llevaba parada delante de la puerta azul.
Traspasar ese umbral significaba mirar de frente el pasado y no estaba segura
de querer hacerlo. Al igual que la pintura de la ajada puerta de entrada a la
casa que en algún momento ella llamó hogar, sus recuerdos se habían
resquebrajado con el paso de los años hasta convertirse en un mosaico abstracto
en el que todo se amontonaba sin ningún orden aparente. Hacía doce años que no
visitaba esa casa, que no cruzaba ese portal. Hacía doce años que ese cálido
sol que se reflejaba en las ventanas no calentaba su rostro ni arrancaba
destellos dorados de sus ojos color miel. Hacía doce años que abandonó a su
madre, aquella a la que esa misma mañana había dejado bajo tierra, enterrada en
el panteón familiar, bajo una losa de mármol, y a la que no había vuelto a ver
en vida.
Y ahora estaba allí.
“Debo entrar”, se dijo, “en
algún momento tendré que hacerlo. Venga”.
Pero su cerebro no era capaz de procesar aquella sencilla orden. Su mano
derecha agarraba con fuerza el asa de su maleta de ruedas recién estrenada,
mientras que la izquierda asía con indecisión el llavero que su tía Julia le
había entregado después del funeral, un llavero con dos llaves que le abrirían
las puertas de un pasado que ella se había esforzado en olvidar.
El funeral...
“Una vida llena de trabajo y de servicio a los demás para acabar en una
fría tumba rodeada, solamente, del cura, de dos hermanos con los que apenas
había cruzado un par de palabras en los últimos años, la panadera, tía Julia y
la hija que la dejó sola y a la que no volvió a ver…”, pensó con pena.
De todos ellos, posiblemente, la que más sintiera
la muerte de su madre fuese tía Julia, una amiga de la infancia, la mejor que
tuvo, siempre presente en sus vidas. Ella fue la que la llamó por teléfono
hacía dos días para decirle que su madre se estaba muriendo, que ya nada le
quedaba por hacer, salvo ver el rostro de su hija antes de partir. Ese fue su
último deseo y ella no se lo concedió.
Por fin, se decidió a entrar. Subió despacio los dos escalones que
separaban la puerta de la acera e introdujo la llave en la oxidada cerradura
que la llevaría a encontrarse con todos esos recuerdos que un día decidió
olvidar. Apenas se abrió la puerta, las reprimidas lágrimas que se había
resistido a dejar salir durante el oficio, hacía menos de una hora, comenzaron
a rodar por sus mejillas rumbo a la nada, esa nada que durante años se había
instalado en su corazón y que la mantenía a salvo de sus sentimientos cuando
pensaba en eso que ella había llamado hogar, cuando pensaba en la que había
sido la persona más importante en su vida, hasta que la misma vida
decidió levantar un muro entre ambas e hizo imposible seguir viviendo allí.
***
Laura era
lo que mucha gente llamaba “una hija
tardía”. Ana se quedó embarazada de ella cuando casi había cumplido los
cuarenta y ya daban por perdido el tener descendencia. Así que, la noticia de
la llegada de un bebé los llenó de gozo y esperanza. Federico y ella llevaban
casados diecisiete años y por fin veían materializarse ese amor que ambos
sentían por el otro.
Para desgracia de todos, Federico murió cuando ella tenía cuatro años y
casi no lo recordaba. Solamente sabía de él lo que su madre tuvo a bien
contarle a lo largo de su niñez; después, ella perdió el interés y dejó de
preguntar y la madre dejó de intentar mantener viva su memoria. Su muerte
supuso para la pequeña familia que formaban, además de mucha pena y dolor, un cambio
total en sus vidas. Ana pasó de ser ama de casa y madre, fundamentalmente, a
ser la cabeza de familia y tener que buscar la manera de ganarse el pan cada
día para poder dar a su hija un futuro mejor que el suyo. Empezó a limpiar
casas y a coser, únicas labores para las que ella se sentía preparada, mientras
que Laura quedaba al cuidado de tía Julia, que pronto se convirtió en algo más
que una amiga para la pequeña, que se vio privada, de la noche a la mañana, de
su padre, al morir este, y de su madre, al tener ella que trabajar de sol a
sol.
***
El
pequeño y estrecho pasillo de la casa, apenas iluminado, se abrió ante ella
dando paso a recuerdos que intentaba reprimir. Inspiró. El aroma de la casa, a
pesar de estar cerrada varios días, olía a ella, a su madre, a ese olor que
cada mañana la despertaba dándole la seguridad de que todo estaba bien; ese
olor a ropa limpia y pan tostado que se mezclaba en su nariz provocándole la
primera sonrisa del día. A pesar de lo triste que se sentía, esa sonrisa
infantil de cada mañana de años atrás asomó a sus labios al entrar en la
pequeña cocina. Si cerraba los ojos podía verla allí, de pie delante de los
fogones, con su delantal de cuadros rojos y blancos con un gatito blanco
dibujado en el centro. Siempre tarareaba mientras cocinaba su canción favorita,
Libre de Nino Bravo, todo un clásico
en el desayuno diario.
Se sentó en una de las sillas de madera que había en el rincón de la
cocina, bajo una ventana que daba a un estrecho patio de luces por el que
apenas se colaba algo de luz. Su mano acarició la rugosa madera de la mesa
redonda que permanecía inalterable en el tiempo, como todo lo que había en
aquella casa.
“Laura, deja de rascar la mesa,
que te vas a clavar una astilla. Por Dios, ¡todos los días lo mismo! Es que no
aprendes… Y ya vas siendo mayor, hija mía, tienes que empezar a dejar de hacer
esas cosas. Yo no puedo estar todo el día repitiendo lo mismo. Venga, desayuna,
ya se te han enfriado las tostadas. Otra vez…”.
Laura alzó entonces la cabeza y miró a los ojos de su madre, que estaba
de pie a su lado, con ese eterno delantal del gatito de cuadros rojos y
blancos. Acababa de cumplir los doce años y su mente empezaba a vagar por los
lugares por los que suelen vagar los niños que están a un paso de la
adolescencia. A menudo, se quedaba ensimismada con la vista fija en la pared,
mientras su madre le dedicaba tiernas miradas, pensando en lo mayor que se
estaba haciendo y en lo rápido que la vida pasaba. Sí, a pesar de todo, la vida
pasaba.
“Sí, mamá, perdona. No lo volveré
a hacer, ¡prometido! Las mejores tostadas del mundo son las tuyas, mami”. Y Ana se inclinó entonces a besar a su hija en la frente, beso que fue recibido con una enorme
sonrisa.
Laura despertó de su ensoñación con lágrimas en los ojos. Ese “prometido” retumbaba en su cabeza y
ella lo repetía sin consuelo. “Prometido
mamá, prometido”, mientras su cuerpo se dejaba llevar de nuevo a una época
de su niñez en la que hubo más amor que discusiones. Y las discusiones que hubo
eran las normales entre una madre protectora y una hija que, poco a poco, iba
convirtiéndose en una preciosa mujer, por dentro y por fuera.
***
Un rayo
de sol se colaba entre las rendijas de una de las ventanas de madera del
pequeño comedor que había en el centro de la casa y que servía de distribuidor
al resto de estancias de la vivienda, que no eran más que dos dormitorios y un
pequeño baño. Encima de una pequeña mesita, bajo la ventana, reinaba, solitario
y nostálgico, un marco de foto de plata que guardaba en su interior, quizá, el único
recuerdo que allí quedaba de ella. Una pequeña Laura con coletas se asomaba a
ella mientras su madre empujaba el columpio en el que estaba sentada y una
sonrisa feliz se dibujaba en sus labios. No sabía quién habría hecho esa foto,
la verdad es que ni siquiera recordaba haberla visto nunca… Una punzada de
dolor empezaba a aparecer junto con los recuerdos que esas cuatro paredes
guardaban.
Laura se sentó pesadamente en un viejo butacón color salmón en la
esquina del comedor, junto a la única ventana que había y desde donde su madre
aprovechaba, siempre que podía, los escasos rayos de luz que por ahí entraban
para coser. Decía siempre que no había nada como coser con luz natural.
“Manías tuyas”, le decía la hija, “¿qué más dará coser de un modo u otro?”.
Sus manos acariciaron la vieja piel rosada con nostalgia. Ese sillón
llevaba allí tantos años como hacía que Federico había muerto y formaba parte
de todos los recuerdos que Laura conservaba de aquella casa. Allí la acurrucaba
Ana las frías tardes de invierno mientras compartían un chocolate caliente y
allí la mecía tía Julia cuando las lágrimas surcaban su rostro de niña al irse
la madre a trabajar. Era entonces cuando dejaba salir su furia, esa furia que
le nacía de dentro al sentirse abandonada, de ese modo egoísta que sienten los
niños cuando las cosas no se hacen como ellos desean.
“No seas así, Laura, mamá tiene
que ir al trabajo y tú al colegio. Después te recogeré y nos iremos un rato al
parque si hace bueno”, le decía tía Julia, con la
esperanza de hacerla entrar en razón
y evitar que la consabida furia fuese a más. Laura la miraba entonces con los
ojos rojos de ira y los mocos colgándole nariz abajo.
“¡No quiero!”, le chillaba ella entonces. “¡No voy a ir a ningún sitio sin mi mamá!”.
Laura lloraba amargamente cuando volvió a la realidad. Su cuerpo se
estremecía entre sollozos mientras dejaba caer la cabeza entre sus manos; el
único sonido que se escuchaba era el de su desesperación por no haber vuelto
antes. Su madre la había necesitado, la había llamado y ella, egoísta y furiosa
como siempre, la había ignorado. Solamente hubiera tenido que venir un día
antes, solo un día, y la habría visto antes de morir. Habría compartido con
ella esas últimas y penosas horas en las que, según le había contado tía Julia,
el dolor se había hecho tan severo que la habían tenido que sedar. Fue entonces
cuando la belleza de antaño volvió al rostro de Ana al desaparecer el dolor que
sentía; toda la paz y tranquilidad de su alma volvió a su cuerpo, paz alterada,
eso lo sabía de sobra Julia, solamente, por la ausencia de su única hija.
“Julia, necesito ver a Laura
antes de morir. Necesito explicarle a mi hija lo que pasó, el motivo por el que
la dejé marchar sin luchar. Necesito que mi alma muera en paz. Julia, llámala,
dile que venga. Por favor”.
Y eso hizo. Julia llamó a Laura esa misma noche, pero no obtuvo
respuesta alguna. Lo único que escuchó al otro lado del teléfono fue el sonido
metálico de la voz de Laura grabada en el contestador. Lo que tía Julia nunca
supo es que, mientras ella luchaba por retener las lágrimas de impotencia al
suplicarle a la niña que volviera a casa, Laura permanecía inmóvil en su sofá
escuchando aquel mensaje, impasible y con la firme determinación de ni siquiera
molestarse en escucharlo dos veces. Y ahora estaba allí, en la casa de la
puerta azul, lamentando no haber levantado el teléfono aquella noche.
***
Hacía un rato que le había empezado a sobrar el abrigo, los estilosos
zapatos de tacón negro que llevaba se le clavaban como si fueran puñales y
hasta el sobrio moño que se había hecho al levantarse esa mañana le estaba
destrozando la cabeza. Decidió que ya era hora de cambiarse, estaba
anocheciendo y empezaba a notar algo de frío. Se levantó despacio de la butaca
de su madre y se encaminó hacia la puerta de su cuarto. Con cuidado, casi como
si temiera despertar a alguien que durmiera sobre la vieja cama, abrió la
puerta y asomó la cabeza. No sabía cómo encontraría la habitación, si su madre
habría conservado todas sus cosas o si, por el contrario, el disgusto del
abandono y la soledad la habrían empujado a tirarlo todo. Encendió la luz;
sobre la cama, situada a la izquierda de la ventana, no había nada más que el
edredón blanco que siempre la había cubierto. Si no recordaba mal, ese edredón
fue uno de los regalos de Comunión con el que alguien, posiblemente tía Julia,
la había obsequiado. Sonrió al recordar aquel día… La felicidad corría a
borbotones por la pequeña casa en la que la fiesta y la alegría habían sido las
protagonistas junto a la pequeña Laura, que ya había cumplido ocho años y se enfrentaba al primer gran acontecimiento consciente de su
vida. Al igual que ella, hacían la Comunión en la modesta Iglesia de San José cercana a su casa, diez compañeros del colegio
que avanzaban hacia el altar con las manos unidas en señal de respeto y
recogimiento, tal y como Sor Eulalia les había enseñado durante las clases de
catecismo. Cerró los ojos; si se esforzaba un poco podía escuchar las risas de
aquel día, junto con el jaleo de las vecinas entrando y saliendo de casa para
ayudar a Ana a prepararlo todo. A pesar de que el dinero no sobraba, se había
propuesto que aquel día fuese inolvidable para la pequeña Laura y que la
ausencia de su padre no marcara aquel día en su memoria como un día triste. Y
lo consiguió. No hubo lugar para las lágrimas, sólo para la alegría. Laura
sonrió sentada en la cama al recordarlo, fue un día feliz, muy feliz. Su madre
la ayudó a vestirse, la peinó con sus manos de largos y finos dedos, aquellas
manos cálidas que le acariciaban el rostro cada mañana y que la consolaban
cuando estaba triste, que la abrazaban en cada despertar al despuntar el alba;
con esas manos le había confeccionado un sencillo y precioso vestido blanco
para ese día y, con esas manos, la había empujado en la puerta de la Iglesia
hacia el altar. Con esas manos que tanto había amado y que, ahora, añoraba.
Se
levantó de la cama y se quitó el abrigo. Despacio, se descalzó y puso los
zapatos en un rincón de la habitación. Se soltó el largo cabello negro mientras
miraba a su alrededor y sentía que un poco de fuerza volvía a su cuerpo
dolorido. Aquella habitación siempre le había dado mucha paz; había pasado
muchas horas de su adolescencia entre esas cuatro paredes blancas leyendo,
escribiendo, escuchando música, … Era su habitación preferida de la casa, no en
vano, era la suya. Allí había reído, llorado, soñado,...; había crecido y había
madurado rodeada de esos muebles y de ese aroma a vainilla que tanto le
gustaba. Y fue allí dónde decidió marcharse años atrás.
***
Desde la
cama podía observar toda la habitación. Su madre, fiel a ella misma y a sus
recuerdos, había conservado la habitación de Laura casi del mismo modo que ella
la dejó, solamente habían desaparecido del armario las escasas prendas de ropa
que ella no se llevó. Imaginaba que Ana las habría dado a gente que las
necesitara, como solía hacer con frecuencia. “Siempre hay quien lo necesita más que tú, Laura, no lo olvides nunca”. La estantería que compraron
juntas cuando Laura empezó el bachillerato seguía llena de sus libros y apuntes, de los que siempre se negó a
desprenderse. Mientras sonreía recordando las múltiples veces que Ana le había
pedido que regalara alguno de aquellos libros a la biblioteca del pueblo, su
mirada se detuvo sorprendida sobre lo que parecía una pequeña caja de música.
Se levantó y se acercó a la estantería. Con cuidado, como si fuese a romperse,
tomó la cajita entre sus manos y la puso sobre la cama. La caja era de madera,
pintada en rojo con dibujos en dorado y verde, asemejando los adornos navideños
que tanto le gustaban, y se abría con una pequeña llave plateada que ella
recordaba haber tenido siempre puesta en el ojo de la cerradura, pero ahora no
estaba allí. Buscó por la estantería, levantó libros, abrió cajones y no
consiguió dar con ella. De nuevo, se sentó sobre la cama mientras sostenía
cuidadosamente la caja de música entre sus manos preguntándose dónde habría
guardado su madre aquella llave.
No tenía ninguna duda de que Ana habría levantado esa tapa mil veces
durante estos años, así que en algún sitio debía estar. Y de repente la vio… El
llavero que tía Julia le había dado tras el funeral con la llave de la casa
tenía dos llaves, una era la de la puerta de la entrada, la otra, ajada ya por
los años transcurridos, debía ser la de la caja de música o, al menos, eso
esperaba. Cogió el llavero que había dejado sobre la mesita de noche de su
habitación y probó. Un leve y casi imperceptible click sonó cuando la cerradura cedió y, al levantar la tapa, el Claro de luna, de Debussy, una de sus
melodías favoritas, inundó la habitación. Esa melodía la había acompañado desde
siempre; incluso ahora, cuando se sentía nostálgica o triste, solía ponerla de
fondo a sus penas y, si bien no era una música que se pudiera catalogar como
alegre, el escucharla le hacía darse cuenta de que seguía sintiendo y que su
corazón estaba vivo aún, lo que conseguía que siguiera dando pasos hacia
delante cada día.
Recordó con tristeza el día que su madre se la regaló… La había
encontrado en un viejo anticuario del pueblo que siempre tenía alguna sorpresa
arrinconada en la pequeña tienda para aquellos que, con paciencia, supieran
encontrarla. Laura cumplía quince años y Ana quería que su hija tuviera un buen
recuerdo de aquel cumpleaños.
Además de guardar música en su interior, la vieja caja escondía una
pequeña gaveta en la que Laura había guardado sus tesoros a lo largo de los
años, esos tesoros que un adolescente no quiere que nadie encuentre y que un
adulto gusta de recordar de vez en cuando. Así que, haciendo memoria, buscó el
cajón para ver lo que había en su interior. Lo que Laura no esperaba encontrar
fue la carta que encontró, único objeto depositado en ella. Y menos aún
esperaba que aquella carta fuese dirigida a él, al hombre al que abandonó, al
hombre que fue el amor de su vida, al hombre por el que se había marchado de
allí hacía doce años y nunca había vuelto. Aquella carta era para Miguel, su
Miguel, el único hombre al que había amado y al que, aún hoy, seguía amando,
aunque el tiempo y la distancia habían apaciguado de algún modo la pasión de
los veinte años convirtiendo su amor por él en algo más ligero, más llevadero,
en algo que la acompañaba a diario, pero que ya no le pesaba ni le dolía.
Miró aquel sobre con extrañeza, no recordaba haber dejado allí ninguna
carta para Miguel y, aunque la letra escrita en él le resultaba familiar, no
era la suya.
“¿Es posible que esta carta la
escribieras tú, mamá?”, pensó. “Después de todo lo que me hiciste, dejaste una carta para él y no
para mí… ¿Por qué? ¿Qué tienes que decirle a Miguel que yo no pueda saber? ¿No
tuviste tiempo de enviarle la carta tú misma, que la dejas aquí para que yo la
encuentre y…? ”.
De pronto lo supo. Sin duda, aquella carta la había escrito Ana y la
había dejado allí, en un sitio dónde sabía que ella miraría cuando volviera a
casa; se había asegurado de que Laura pudiera abrir la caja de música sin
problema dejando la llave bien a mano, se había asegurado de que viera la carta
dirigida a Miguel y se había asegurado de que fuera Laura la que decidiera si
enviarla o no a su destinatario. Sí, sin duda, esa carta escrita por Ana era
importante.
Miguel… Recordó con dolor la primera discusión que su madre y ella
habían tenido por su causa, justo ahí, en esa misma habitación. A sus
diecisiete años, Laura era ya una guapa jovencita que empezaba a destacar por
todo en esa pequeña y cerrada sociedad en la que vivían. Y dentro de esa
cerrada sociedad, el que más la admiraba y apreciaba era Miguel, un chico de su
edad, amigo de juegos y compañero del colegio que desde bien pequeño bebía los
vientos por ella, aunque nunca se lo había confesado. Él era hijo de uno de los
matrimonios más ricos de la zona, tanto por el rancio abolengo, como por la fortuna que poseían. A pesar de que
Ana era conocida de esta familia, no terminaba de ver con buenos ojos la
amistad creciente que se iba afianzando entre los dos niños y poco a poco se lo
hizo saber a Laura, que acogió con un buen berrinche las palabras de la madre,
a la que tachó, durante aquella primera discusión, de clasista, cuando esta le
dijo que cada uno debía saber a dónde pertenecía y no mezclarse ni querer ser
lo que no se era. Y esta discusión fue siendo cada vez más habitual con el paso
de los años, cuando la relación entre ambos jóvenes empezó a tornarse más
romántica y menos inocente. Porque Laura tenía claro lo que deseaba y estaba
decidida a luchar por ello, aunque tuviera que llevarse por delante a su madre.
Miguel la
quería, indudablemente, desde siempre. Sus ojos sonreían cada vez que se
cruzaban por la calle y ella se estremecía en cada “buenos días, Laura” que él le dedicaba. Habían sido compañeros de
colegio, compañeros de instituto y compañeros en la Universidad. Ambos habían
decidido dedicarse a la enseñanza; ella prefirió alargar un poco sus estudios e
hizo un Máster en Educación que la
mantuvo muy ocupada un par de años más y él se fue a trabajar a la ciudad
después de aprobar unas oposiciones muy duras. Se veían en el pueblo los fines
de semana, aunque no compartían nada más que las pequeñas experiencias de esos
años de estudio, algún que otro encuentro en las escasas fiestas del pueblo y
algún que otro café compartido siempre con más amigos. Ninguno dijo nunca lo
que sentía, hasta que la inevitable realidad los empujó a los brazos del otro y
los convirtió en uno con una sola mirada. Bastó un ligero roce de la mano de
Miguel para que Laura entrelazara sus dedos y lo besara, con ternura al
principio y con urgencia después, aquella noche de verano en la que se dijeron
todo aquello que llevaban tiempo queriendo decirse y que no se podía decir con
palabras.
***
Con manos
temblorosas y un nudo en las tripas que le revolvía el recuerdo, Laura se sentó
sobre la mullida colcha. Ya había decidido que debía saber el contenido de
aquella carta, Ana la había dejado allí para que ella la encontrara y, sin
duda, el motivo debía ser importante. Ya pensaría lo que hacer con ella
después, poco importaba eso ya. Rasgó el sobre con cuidado de no romper las
hojas que contenía, respiró hondo y comenzó a leer:
“Querido Miguel,
Sé la sorpresa que te causará
esta carta. Aunque supongo que lo sabes, mis días aquí están tocando a su fin y
quiero irme con el alma en paz. Si bien no creo que vuelva a ver a mi hija,
creo justo dejar que su vida siga adelante con la mayor normalidad posible.
Hubo un tiempo, ese tiempo en el que todos deseábamos que nuestros hijos fueran
felices, en el que yo también decidí ser feliz y dejar que se cumplieran mis
deseos, a sabiendas de que no estaba haciendo lo correcto.
Tu padre y yo nos conocíamos desde niños; ambos nos habíamos criado aquí
y nuestras familias eran de sobra conocidas, la suya por ser una de las
familias más ricas de la zona y la mía por ser una de las familias más
antiguas.
Imagino que finalmente nos
enamoramos, aunque ambos teníamos muy claro que el mundo tendría que dar un
giro demasiado grande para poder estar juntos, y después de unos años de
discreto romance, decidimos que había llegado el momento de dejarlo, antes de
continuar alimentando algo que no tenía futuro. Tan solo intercambiamos un par
de frases el último día que nos vimos a solas, siendo aún muy jóvenes para
darnos cuenta de que ninguno de los dos sería feliz al cien por cien a lo largo
de la vida sin el otro a su lado. Cada uno siguió su camino, asumiendo sin
discusión las normas no escritas de una sociedad en la que todo estaba
dispuesto de manera que las clases sociales no se mezclaran; era lo normal, y
todos lo asumíamos así. Yo encontré a Federico, uno de los hombres más buenos y
respetuosos que he conocido, y tu padre se casó con tu madre al año siguiente
de decirnos adiós. Nos veíamos, nos cruzábamos, nos mirábamos y seguíamos cada
uno nuestro camino. Apenas un saludo era lo máximo que nos permitíamos. Y
apenas un esbozo de sonrisa era lo que nos dedicábamos el uno al otro con la
esperanza de que nadie se diese cuenta de que aquello que nació en la juventud
no había muerto del todo con la madurez.
Los años pasaron y Federico y yo
empezábamos a darnos cuenta de que jamás tendríamos descendencia. Llevábamos
casados más de quince años e intentándolo casi desde el primer día sin ningún
resultado. Yo aún era joven, pero los años pasaban y cada vez me sentía más
sola. Salvo la compañía esporádica de tía Julia, pasaba una hora tras otra
ocupándome de lo mismo: la comida de Federico, la ropa de Federico, de la casa
para que Federico estuviera a gusto al volver del trabajo,… No me
malinterpretes, Federico era para mí lo mejor que jamás me había pasado, pero
mis días giraban en torno a él y sentía que, poco a poco, la Ana soñadora que
había sido en mi juventud desaparecía y no estaba segura de querer perder todo
eso hasta el punto de dejar de ser del todo yo misma. Fue entonces cuando
empecé a obligarme a salir cada tarde un rato, antes de que Federico volviera a
casa, y fue así como volví a encontrarme con tu padre…
Fernando estaba casi igual a los
treinta y siete que a los veinte, al menos para mis ojos; al mirarle solo veía
al joven apuesto que había ganado mi corazón con dieciséis años. El caso es que
él también solía salir a caminar por la orilla de la playa cuando no llovía y
empezamos a cruzarnos por casualidad al principio, y a desearlo y casi buscarlo
después. Hablábamos, reíamos, recordábamos el pasado,… No sé cómo explicarte lo
que significó aquello para mí, para los dos… Tus padres, según contaba tu
padre, no vivieron una vida muy feliz y, al final, como sabes, decidieron por
tu bien seguir viviendo juntos en la misma casa, pero hacer discretamente cada
uno su vida.
Así fue como empezamos a vernos
de otro modo tantos años después… Y así fue como me quedé embarazada de
Laura…”.
***
Laura contuvo como pudo la angustia que se escapaba por su garganta al
llegar a este punto de la carta que su madre había escrito a Miguel. Las piezas
del misterioso rompecabezas que la había torturado durante doce años empezaban
a encajar en un tablero invisible que aún se alzaba borroso ante sus ojos.
Estaba absolutamente atónita ante aquella declaración de infidelidad de una de
las personas más honradas, rectas y severas en su forma de pensar y de sentir
que había conocido nunca. Y lo peor de todo no era solamente la infidelidad de
su madre a Federico, sino que según daba a entender, Fernando podría ser su
padre, lo que significaba que Miguel y ella compartían mucho más que un pasado
en común. Ahora empezaba a darse cuenta del motivo de la reticencia de Ana ante
su relación con Miguel y ese insistente empeño, que jamás le explicó, en que se
alejara de él cuando empezó a darse cuenta de que los niños se hacían mayores y
esa amistad que les unía desde bien pequeños, se estaba convirtiendo en algo
más que mero cariño.
***
Aún
sonreía recordando lo que Miguel le había dicho antes de dejarla en casa,
cuando se encontró con la mirada furiosa de su madre. Estaba de pie, parada
delante de la puerta del comedor con los puños apretados y la cara desencajada.
Desde hacía unos meses, ella y Miguel se veían a diario y Ana no lo terminaba
de encajar, cosa que a Laura le extrañaba bastante, ya que siempre había sido
muy amable con él. No había, al menos no que ella supiera, ningún motivo que
justificara ese cambio en el modo de tratar a Miguel, lo que la tenía muy
preocupada al no comprender lo que estaba sucediendo.
-Hola, mamá, ¿aún levantada?
-Laura, pasa, tenemos que hablar.
- ¿Qué sucede?
-Creo que ya va siendo hora de
que sepas la verdad, antes de que esta locura tuya vaya a más y termines
cometiendo el mayor error de tu vida.
- ¿De qué estás hablando? Si te refieres a Miguel…
- ¡Calla! Pasa te digo, siéntate e intenta por una vez
escuchar sin interrumpirme.
- ¡Pero bueno, mamá! ¿Qué es lo que te pasa?
Laura se sentó en una silla frente al viejo sillón orejero color salmón,
desde donde Ana la miraba con gesto serio.
-Mira Laura, no quiero imponerte
nada, pero esta situación no puede continuar así. Miguel no es para ti, eso ya
lo sabes, y creo que como diversión ya ha estado bien. A partir de mañana, si quieres
seguir con esto, no será bajo mi techo. Te he recogido tus cosas, puedes irte
cuando quieras. No te quiero aquí, no quiero seguir viendo cómo destrozas y
arruinas tu vida enganchada a un hombre que te va a dejar. Miguel tiene un
compromiso con una mujer de su clase, alguien de su misma escala social. Y van
a casarse. Siento ser yo quien te lo diga, pero ya va siendo hora de que abras
esos ojos de boba soñadora con que has decidido mirar al mundo y empieces a
darte cuenta de que la única persona que se ha pasado la vida velando por ti,
he sido yo.
- ¿Hasta aquí eres capaz de llegar para salirte con la tuya, mamá?
¿Serías capaz de destrozarme la vida, de arrancarme el corazón con una sola
mano y apretar hasta reventarlo para ser tú la que gane? Mi madre, esa que me
crio, la que me dio calor, la que me ayudó a ser lo que soy, … Esa madre
tierna, dulce, cariñosa, ¿dónde ha ido a parar? Los años te han vuelto gris y
lo peor de todo es que te has convertido en el ser más desgraciado del mundo.
Pero no te preocupes, no me voy a quedar a verte morir, no me voy a quedar a
ver cómo destrozas los años que te quedan por vivir… No me voy a quedar a ver
cómo se derrumban los muros de esta familia. Miguel y yo tenemos un futuro
juntos, te lo aseguro. Y tú no vas a estar en mi vida para verlo. Eso, también
te lo aseguro.
Laura se levantó de la silla decidida a irse y se dirigió a su cuarto,
mientras el rostro de Ana, crispado por la rabia y el dolor que sentía en ese
momento, se llenaba de lágrimas que Laura no se molestó en mirar. Quizá,
pensaba ahora, se hubiera dado cuenta de que su madre estaba sufriendo por algo
más que por no salirse con la suya en cuanto a Miguel y ella.
Las
palabras de Ana martilleaban el cerebro de Laura mientras recogía lo poco que
su madre había dejado sin guardar en dos maletas que la esperaban, abiertas, en
su habitación. Se sentó en la cama, esa que había guardado sus anhelos, deseos
y esperanzas y que, ahora, acariciaba por última vez. Con manos temblorosas y
un sollozo que le destrozaba el pecho, se puso el abrigo y salió de la
habitación cargada con los recuerdos que había decidido llevarse. Iba a buscar
a Miguel, iba a preguntarle si lo que su madre le había dicho era verdad y,
después, cuando él le dijera que no, que la única mujer con la que iba a
casarse y pasar el resto de su vida era ella, iría dónde él quisiera llevarla.
No iba a volver jamás a la casa de la puerta azul, nunca volvería a cruzar el
umbral de desdichas que ahora dejaba atrás, ni su mirada se volvería a cruzar
con la de su madre. Nunca más.
***
“… No voy a engañarte… Nunca supe
con total seguridad si Laura fue fruto de mi infidelidad con tu padre o si fue
ese milagro que Federico y yo pedíamos cada día. No, nunca lo supe,… Y tampoco
me importó, hasta que fue demasiado tarde y el destino y el amor os unió…
Fernando nunca supo de mis dudas y Federico nunca supo de mi aventura. Desde
ese día, mi marido y yo construimos nuestro futuro en torno al esperado
nacimiento y empezó otra etapa para nosotros. El mismo día que supe que
esperaba un hijo, fui a buscar a tu padre para decirle, de nuevo, adiós. La
vida nos separaba otra vez, aunque esta
vez no me importó en absoluto. En mi interior, había un corazón latiendo, una
pequeña criatura que me pertenecía, fuese de quién fuese. Era mía y solo mía.
Yo iba a darle la vida y a ocuparme de ella hasta que el último aliento de mi
existencia saliera de mi boca; iba a luchar por ella, a vivir con ella, a
respirar por ella cuando le faltara el aire… Mi vida ya no era mía. Mi vida,
ahora, era suya.
Fernando tampoco dijo nada esta
vez. Se limitó a mirarme, con esos ojos suyos que te taladraban, mientras yo le
contaba, loca de alegría, que iba a ser madre. No hacía falta ninguna
explicación más, él ya sabía lo que eso significaba… De hecho, tu madre, en
aquella época, ya estaba esperando tu llegada. Nos besamos, nos abrazamos, nos
miramos a los ojos y nos dijimos adiós. Él sacudió la mano mientras yo le
sonreía y me alejaba para siempre. Así fue como terminó todo.
El resto de la historia, el motivo por el que Laura se fue sin decirte
adiós, nunca lo supe. Es cierto que aquella última noche hice todo lo que
estuvo en mi mano para que Laura te dejara antes de permitir que vuestra
relación llegara a mayores. El siguiente paso que ibais a dar era el matrimonio
y yo no podía permitirlo, no sin saber con total seguridad si Laura y tú
compartís la sangre de Fernando. Y eso no podía suceder sin que yo reconociera
haber sido infiel a mi marido. Porque, además de infiel, he sido y soy una
madre egoísta y cruel que permitió que su única hija se alejara de ella por no
reconocer todo aquello que hizo mal. Le dije sin sonrojarme que tú la estabas
engañando, que solamente te estabas divirtiendo con ella mientras esperabas el
día en el que tu destino se cumpliera al casarte con otra mujer de tu misma
clase y posición social, matrimonio que tenías concertado por tu padre desde
hacía años y que estabas a punto de llevar a cabo. Sí, fui muy cruel, pero
tenía que evitar a toda costa que vuestra relación siguiera adelante.
Prácticamente, la eché de casa aquel día y ella se fue. Por ti…
Porque su amor por ti fue mucho mayor que el que jamás sintió por mí…
Ana”.
***
Laura
dobló la carta con mucho cuidado, despacio, como si las palabras que contenía
fuesen a desintegrarse si las agitaba demasiado rápido. Esa última frase se le
había clavado en el alma, un alma ya rota, que iba a tardar mucho tiempo en
lograr recomponer. Entendía por qué Ana había decidido guardar aquella
confesión en su cajita de música en lugar de enviársela a Miguel; era su manera
de pedirle disculpas por haber sido tan cruel con ella, por haberle arruinado
la vida de ese modo tan egoísta sin haberle explicado el motivo de su negativa
a su relación con Miguel. El escribir esa carta a Miguel era el modo de
escribirle una carta a ella antes de morir, era su manera de irse en paz.
Mientras las lágrimas surcaban sus mejillas, Laura recordó la última
noche que se paseó por las calles del pueblo que la vio nacer antes de irse
para siempre. Cargó con las dos maletas como pudo hasta llegar a la puerta de la casa de los padres de
Miguel, donde él se alojaba los fines de semana cuando venía de visita. Se
detuvo en la acera de enfrente pensando si sería mejor llamarlo por teléfono
para que saliera o presentarse allí sin más. Aunque sus padres sabían de su
relación, según le decía Miguel, aún no se conocían de manera oficial y no
creía que aquella noche fuera la mejor para entrar en casa de sus futuros
suegros. Debía estar horrible, había llorado mucho y no se había molestado ni
en peinarse antes de agarrar su equipaje y salir corriendo de esa casa que más
parecía el infierno que un hogar estos últimos años. Fue entonces, mientras
dudaba lo que hacer, cuando vio salir a Miguel cogido del brazo de una
desconocida. Ella apoyaba su mano derecha en el brazo de él en un gesto que
denotaba una gran confianza entre ambos. Reían mientras charlaban sobre algún
tema divertido, ya que Miguel se carcajeaba sin parar. Fue entonces cuando las
palabras de Ana empezaron a retumbar en su cabeza de manera insistente: “Miguel solo se está divirtiendo contigo, él
tiene un compromiso y se casará con
alguien de su misma clase. Tú no significas nada para él, cuando llegue el
momento de cumplir con su destino, te abandonará y se irá”.
Ni siquiera tuvo fuerzas aquella noche para seguir llorando. Destrozada,
sola y con los restos de su corazón arrastrando tras de sus pasos, se marchó de
allí sin decir adiós a nadie.
***
Cuando despertó, ya había amanecido. Le dolía la cabeza y notaba cómo
sus ojos se quejaban de tanto llanto, le escocían y palpitaban como si dos
pequeños corazones vivieran en ellos. Se levantó, se vistió, recogió sus cosas
de nuevo, como ya hiciera años atrás y, lentamente, con ternura en su mirada
esta vez, dio un último paseo por la pequeña casa que la había visto crecer y
que había compartido sus buenos y malos momentos, la casa que había sido su
hogar. Suspiró con pesar mientras cerraba la puerta de su cuarto, acarició con
ternura el sillón que la abrazaba en las largas tardes de invierno, besó el rostro
inanimado y amarillento de su madre en aquella vieja foto del columpio y se
despidió de la rugosa mesa de madera de la cocina. Tal y como hiciera el día
anterior al llegar, cerró los ojos e inspiró el aroma de la casa, esta vez para
asegurarse de guardarlo en su memoria para siempre.
Salió despacio, en silencio, la pequeña maleta en una mano y la carta
que había cambiado su vida en la otra. En su mente, solo un nombre: Miguel. Y
sobre sus hombros todo el peso de una verdad que podía ignorar o afrontar. Ahora
tenía en sus manos la posibilidad de cambiar su futuro sola o en su compañía.
Ante ella se abrían dos caminos y aún no estaba segura de hacia cuál de ellos
la empujaba la puerta azul.
Bss.
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