30/06/24

Solo sentir...


Durante toda mi vida, como muchos de vosotros, he buscado la felicidad. Me fascina ese sentimiento tan perseguido, por mí la primera, y tan fugaz que, cuando lo experimentamos, no lo valoramos con la suficiente fuerza y lo único que deseamos es sentirlo más y durante más tiempo. Siempre más…

Dicen de ella que es maravillosa, que quien la siente no deja de sonreír, de cantar y de reír. Es como vivir en una película musical de los años cincuenta en la que todos los protagonistas miran al cielo mientras cantan extasiados, ataviados con exquisitos trajes, haciendo ojitos a sus acompañantes en una rueda interminable de placer sin paragón. Claro que, ¿hay alguien que viva constantemente en semejante escenario?

Durante estos últimos días, he pensado mucho en ello, en si soy o no feliz y en si quiero o no sentir algo diferente a lo que siento. Después de mucho reflexionar, me he dado cuenta de que no, no soy feliz en casi ningún momento del día, a excepción de algunos momentos aislados y alguna pequeña pildorita de placer que me permito de vez en cuando. Por tanto, llego a la irremediable conclusión de que la felicidad solo existe en minidosis y en microescenarios y es en extremo complicado dar con ella porque nunca dejamos que nos invada del todo, pensando siempre como estamos en el futuro próximo, o lejano a veces, sin disfrutar del presente que se nos brinda y dejando pasar, por tanto, algún preciado momento de felicidad que se volatiliza sin darnos ni cuenta. Las ansias de un futuro pleno arruinan nuestro mejor presente, convirtiéndolo en una estación de paso a la que casi nunca prestamos la suficiente atención.

Felicidad…

Yo la he tenido en la punta de los dedos, la he dejado rozarme, incluso tocarme. La he sentido crecer dentro de mí, invadirme y, más tarde, alejarse sin mirar atrás. Hubo un tiempo en que incluso los pensamientos me provocaban unos minutos de felicidad, luego cesaron porque lo que necesitaba era sentir, no recordar, no pensar. Solo sentir… Poder tocarlo, poder mirarlo, saborearlo dentro y fuera de mí, como esa explosión de luz que lo invade todo en un día de fiesta. Esa era mi felicidad ansiada, la que tuve y no supe disfrutar, la que me regaló la vida y yo, torpe, insensata y egoísta, sacrifiqué con solo una palabra.

Y, como siempre en estos casos, solo supe qué era ser feliz cuando lo perdí y ya no me quedó nada.

Besos.

#blogperez #muchosiempre

09/12/23

Querido diario: ... Quizá sea mi momento o quizá sea solo un momento más ...

Querido diario:

Soñaba con reencontrarme contigo, siento no haber tenido la fuerza suficiente para hacerlo antes. Si miro la fecha de la última vez que escribí en tus páginas, estoy segura que me sorprenderé. Pero no quiero hablar de eso, ya sé que la pereza siempre ha sido mi punto débil a la hora de escribir. Y no por falta de ideas o de inspiración, a veces la falta de motivación basta para que no hagamos lo que debemos hacer. Nunca he considerado esto de escribir como un trabajo, la verdad es que nunca lo fue para mí, pero siempre me ha faltado compromiso con la escritura, a pesar de lo muchísimo que me ha gustado siempre crear historias e imaginarme en ellas, llenar horas y hojas inventando otras vidas o encontrándome con la mía a pecho descubierto. Igual ha llegado el momento de tomarlo más en serio. Quizá sea mi momento o quizá sea solo un momento más, quién sabe…

Hoy quería contarte que desde hace unas semanas, por aquello de reforzar el momento creativo (jajajajjaajjaja), soy alumna de un taller de la Escuela de Escritores. A ver, suena mejor de lo que es, pero bueno, me sirve para sentarme a trabajar (esta parte sí que es un trabajo) y, gracias a ello, estoy creando nuevos relatos. Vamos por el cuarto que, por cierto, tengo que empezar sin falta si no quiero incumplir el plazo de entrega, cosa que no me gustaría que pasara. El curso no está mal, le falta agilidad en la presentación de contenidos y tenemos poca comunicación con la profe, no por culpa de ella, sino por la forma en la que está estructurado, pero bueno, seis relatos en tres meses es mucho más de lo que seguramente escribiría por libre. He aprendido cosas que no sabía y que no me había parado a pensar a la hora de escribir; a mejorar otras que no me había parado a analizar y a darle algo más de vida a mis escritos y a mis protagonistas, a los que estoy mimando todo lo que puedo y haciéndolos formar parte de mí. Es alucinante cómo pueden llegar a apoderarse de tu mente esos seres irreales. Dotar de vida, amor, esperanza, dolor, tristeza, … a tus personajes, te da un poder que solo se consigue con la escritura. Moldear la historia y dejarla ir para ver a dónde nos lleva; verla crearse, realizarse. Es un proceso increíble.

Las correcciones por parte de Clara, la profe y escritora gallega, están siendo bastante enriquecedoras y, en ocasiones, duras. ¡Algún enfado he pillado después de que me recortara frases y párrafos que para mí eran maravillosos! Pero, ¿a quién le gusta ver cómo sus textos son podados sin piedad? Como ella dice, a ninguno nos gusta tener que corregir nuestros textos, pero hay que hacerlo y, a veces, el quitar contenido hace que el texto gane en calidad. Eso también lo estoy aprendiendo poco a poco. Un día de estos, cuando decida qué hacer con las nuevas creaciones, puede que suba alguna al blog. Pero antes debo decidir si los guardo para algún concurso, ya que, de ser así, tienen que ser inéditos y no publicados en ningún sitio. Es posible que el primero sea carne de concurso. Me encanta. Un relato algo gore, como me dicen los que lo han leído. Se fue armando solo y me obsesioné tanto que creo que al final salió algo bastante bueno, teniendo en cuenta que la autora soy yo… Ya te iré contando más cosas, a ver en qué acaba el taller …

Por lo demás, poco que contar. Está siendo un año muy largo, muy triste y muy trabajoso. Sí, creo que esa palabra se ajusta bien a lo cansados que me resultan los días. Hay algunos que parecen no tener fin, minutos que parecen horas y horas que son como un bloque de piedra que no se mueve. Así son a veces las agujas de mi reloj… Lentas, pesadas, desesperantes. Y, la verdad, es que a veces me pregunto para qué narices quiero que avancen las puñeteras horas si no voy a ningún otro sitio que no sea otro día igual a este. El nuevo día no va a traerme nada especial, ni increíble, ni maravilloso. El nuevo día solo va a traerme una nueva arruga en mi frente y un pie más cerca del final. Nada extraordinario va a suceder mañana, aunque, bien mirado, quizá sea lo mejor. La ausencia de novedades puede ser buena en sí misma, ¿no? Quizá lo que quiero con ansia es que se acabe 2023, año impar, mal año, y llegue el próximo a ver qué tal se nos da. Hace mucho tiempo que el inicio del año dejó de tener ese sabor a nuevo de antaño, sobre todo en mi trabajo, y casi no nos damos ni cuenta de que hemos cerrado un ejercicio y abierto otro, ahogados en la tremenda presión que soportamos. Por eso no termino de saber exactamente para qué quiero que llegue. ¡Para cumplir los 48 que me van a caer no creo!! Bueno, supongo que será por la esperanza de una época mejor, sin sobresaltos y con algo de paz, con algo de sosiego y con un poco del amor que creo que me merezco y me falta. Es cierto que hay cosas que llenan tu corazón cuando suenan las doce campanadas en Nochevieja y la esperanza puede que sea la más importante de todas. Me aferraré a ella, a ver si entre las dos logramos algo de felicidad, ya que está claro que mi único deseo jamás se hará realidad.

Querido diario, cada vez que me reencuentro contigo me obligas a contarte cosas que me cortan la respiración y me ahuecan el alma, aunque puede que no sea por lo que te cuento, sino por lo que callo. Quién sabe …

Hace poco descubrí una canción de Bebe que se llama Ganamos que me hace llorar cada vez que la escucho. Tiene frases devastadoras. Hoy me despido de ti con algo de ella …

“ … Te escribo tanto porque no me despedí. Me quedo con tu amor y tu ternura …

No volveré a sentir igual, lo que tuvimos fue de una intensidad que pocos pueden comprender…

Te doy las gracias mi vida, porque mi vida siempre tendrá parte de ti … “.

Bss.

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04/12/23

La espera

 


No sabía qué hacer. 

Si escribirle le parecía del todo inapropiado dado el resultado del último encuentro, llamarla por teléfono o hacerle una visita le parecía aún peor. Aunque su corazón latía a mil por hora solo con pensar en ella, sabía que la última vez algo había levantado un muro entre ambos que ninguno de ellos iba a conseguir saltar a la primera. 

Todo se había complicado del modo más absurdo. Las palabras que cruzaron aquel día bailaron ante sus ojos sin comprender cómo había sido capaz de decir tantas cosas de ese modo tan indolente, tan odioso. Tenía que admitir que el que había pronunciado las palabras que más dolieron fue él, las que pusieron el punto final más doloroso a la más bella historia de amor jamás imaginada.

No vamos a volver a vernos, así evitaremos que pase nada más. Esa es mi decisión y tienes que respetarla”. 

Punto.

¡Tonto, tonto, más que tonto!”, se repetía apretando los puños con rabia contenida. 

Llevaba algo así como un par de semanas esperando que ella diera el primer paso, ese paso que abriera la puerta a la normalidad, ese paso que solo ella sabía dar con la dignidad y el amor que la caracterizaban. Pero algo le susurraba al oído que eso no iba a pasar. Sabía que ella luchaba contra ese impulso cada segundo desde aquel día, pero también sabía que, esta vez, ella haría todo lo posible por darle lo que le él le había pedido.

Hacía ya algún tiempo que ella le había dicho que respiraba por y para él, que lo amaba más que a nada en el mundo y que siempre lo esperaría, siempre. Estaba convencida de que el destino de ambos estaba escrito para que se cruzaran en el momento exacto en que lo hicieron. Y que la pasión y el deseo que ambos sentían con solo escuchar la voz del otro, con solo mirarse, hacía que tuviera más que claro que estaban hechos el uno para el otro. A pesar de todo. A pesar de la vida. Ella lo amaba de un modo increíble, incondicional, y, solo por ese motivo, sabía que haría todo lo posible por no ceder a lo que su corazón la empujaba a hacer a todas horas. Sabía que, incluso eso, lo hacía por él, para darle lo que él quería. A pesar de su dolor, a pesar de su amor.

Una lágrima resbalaba por su mejilla cuando se levantó de ese sofá lleno de recuerdos cuyo eje central era el cuerpo desnudo de ella, arropado bajo una vieja manta de cuadros durante las largas y frías tardes de invierno que compartieron. Sentía frío en el lugar más cálido que había existido. Sentía dolor en el lugar que más felicidad le había dado. Y el único motivo para sentirse así era el vacío que sentía en su interior desde aquel día. Ausencia de vida, ausencia de felicidad, ausencia de ella. La necesitaba y lo sabía. Ella lo esperaba, eso también lo sabía.

Encendió un cigarrillo al tiempo que se asomaba a la ventana. Desde allí veía el mar, sereno, tranquilo.  Desde allí la vio a ella, hermosa, preciosa.

Bss.

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12/11/23

Los pasos

Con las manos firmemente apoyadas en su cintura, daba vueltas por la habitación. Su cara reflejaba el profundo momento de reflexión en el que se había sumergido. Había decidido solucionar aquello y solucionarlo ya. Debía meditar sobre el siguiente paso a seguir, pero dudaba entre las posibles soluciones que su mente le presentaba. El corazón había quedado fuera de esta reunión, no era bienvenido hoy. Se detuvo frente al espejo que colgaba solitario de una de las paredes de la estancia y miró su reflejo. Vaqueros desgastados, botines marrones de tacón alto, camisa blanca. Casi perfecta. Sólo le faltaba sonreír un poco.

Bien. Los pasos.

Mientras seguía moviéndose despacio enumeró las opciones:

1- Esperar.
2- El primero
3- El último.

Esperar… Vale, sentarse a esperar. ¿Sentarse a esperar??? A esperar, ¿qué?? ¿Un milagro? ¿Una señal? ¿Un gesto? ¿Una palabra? ¿Un cambio??? ¡Sentarse a esperar! De todas las barbaridades, por no decir otra cosa, que jamás se le habían ocurrido, esta era de las más gordas. Nunca en su vida se había sentado a esperar nada, siempre había actuado, siempre. Con decisión, con energía, con miedo muchas veces,… Aun cuando sabía que debía esperar y no hacer nada, lo había hecho. Ella no sabía esperar, ella iba siempre a por lo que quería, a por lo que necesitaba, a por lo que pensaba que debía hacer. Por más dura que hubiera sido la decisión a tomar, los pasos a seguir, por más complicado que se le hubiera presentado el futuro, siempre había seguido, había sonreído ante la adversidad y había seguido. Había
luchado cada una de las batallas que la vida le había presentado, bastantes en su opinión, nunca había rehusado luchar a favor de sentarse a esperar. Nunca. Se había caído muchas veces por no esperar, pero siempre se había levantado y había buscado un nuevo camino que recorrer. Siempre.

¿Sentarse a esperar? No, descartado.

Se asomó a una de las ventanas de la habitación y se dejó caer en el alféizar. Estaba cansada. De pensar, de luchar, de sufrir,… No se lo merecía, estaba convencida de eso. Fuera llovía. Una lluvia cansina y plomiza que caía sobre la ciudad desde hacía días, le recordaba lo lejos que estaba de casa y, a veces, oía a su corazón preguntarle qué la mantenía allí aún. Hacía unos días la respuesta hubiera sido todo. Hoy la respuesta era nada.

El primero… El primer paso, claro. Dar el primer paso. Dar “otro” primer paso. Lo que la llevaba a la siguiente pregunta. ¿Para qué? ¿Hacia dónde? ¿Cuál era el objetivo de ese primer paso? ¿Un paso que la acercase o que la alejase? La opción correcta, sin ninguna duda, era la segunda. Alejarse lo más rápido posible, ése era el objetivo. Una huida hacia adelante como ya había hecho otras veces con éxito, aunque no sin dolor, no sin sacrificio. Pero con éxito. Esta opción tenía un gran inconveniente. Para que resultara, era imprescindible ignorar sus sentimientos, convertirse en esa persona fría y calculadora que alguna vez fue y dejar de sentir el calor que le producía recordar ciertas cosas de un pasado no muy lejano del que ahora decidía alejarse. O no… 

“El primer paso se complica”, pensó. 

Estaba claro que la finalidad de esta meditación era decidir el paso que debía dar sin tardanza si no quería romperse en mil pedazos, algo para lo que le quedaba nada y menos, dado su estado actual. Pero, ¿merecía la pena conseguirlo a costa de volver a ser esa persona orgullosa y firme, seria y desconfiada, que era antes? Ser cálida, acogedora, tierna, cariñosa,… no había funcionado. Se sentía bien con su “yo” actual, pero estaba sufriendo demasiado, tanto que las lágrimas se habían convertido en su más fiel acompañante de unos días sin ilusión y de unas noches sin descanso. No, no quería seguir así. Las pesadillas habían vuelto después de unas semanas ausentes y necesitaba que aquello acabase de algún modo. Se despertaba gritando y llorando con más frecuencia de la deseada y aquello debía terminar. Sólo debía decidir la dirección hacia la que encaminarse. Una vez lo tuviera claro, ya se encargaría ella de luchar por lo que quería sin descanso. 

Se separó de la ventana y se abrazó cruzando los brazos sobre su pecho, dejando que sus manos acariciaran sus hombros. Cerró los ojos; se estremeció. Inclinó la cabeza; suspiró. Recordó la principal premisa de la tarde: mantener al corazón fuera de esta habitación el tiempo necesario para decidir el paso decisivo que iba a dar, el que la llevaría a no sufrir más. O sí ... 

"Ufff, ¡qué complicado es todo esto! ¡Dios!"

Se recompuso. 

"Bien, vamos allá", se animó.

El último… El último paso. Nunca a lo largo de estos años había querido sentarse a reflexionar sobre esto porque sabía que en el momento que tomara una decisión en firme, la llevaría a cabo o, al menos, haría todo lo posible por conseguirlo. 

Decidir dar el último paso sería algo definitivo dependiendo del lugar hacia el que lo diera: hacia el antes o hacia el nunca más. Y debía tener claro que si se encaminaba hacia el antes, si decidía dar un último paso en un intento por recuperar lo perdido, las opciones de sufrir más aún se multiplicaban por mil, lo que no convertía este paso en el paso que necesitaba dar. En cambio, si se decidía por el paso hacia el nunca más, a pesar de perder el calor que tanto le gustaba, a pesar de verse en la obligación de volver a ser esa persona fría y orgullosa que conseguía todo lo que se proponía, dejaría de sentir, dejaría de sufrir. Su garganta se vería libre de ese nudo que la ahogaba cada día, su estómago no palpitaría de angustia a cada bocado, sus ojos se deshincharían y su corazón sería libre de nuevo. Todo eran “ventajas” con este último paso. Pero, ¿era eso lo que deseaba, lo que quería, lo que necesitaba? Estaba segura de que no lo era, porque él, el motivo de todo esto y de que su corazón latiera encogido, era la mitad perfecta de su "yo" imperfecto. Y eso lo complicaba todo aún más, lo que la hizo volver a pensar en el primer paso que tan rápidamente había descartado: esperar.

Se había detenido en medio de la habitación. Cuerpo erguido, piernas ligeramente abiertas... La camisa blanca se le había salido y ahora rodeaba suelta su cintura, sus caderas. Se mesó los cabellos deslizando sus dedos desde adelante hacia atrás, clavándolos en su cabeza en un intento por reaccionar. Su mente se había quedado en blanco.

De repente, sonrió dejando que sus hoyuelos hicieran una breve aparición en escena. La imagen de él acurrucado junto a ella, riendo y contándole mil batallas, acababa de aparecer nítida ante sus ojos, sustituyendo la incertidumbre por certeza. Aún así, se obligó a centrarse.

Las opciones estaban claras. Tres pasos a elegir, como en el menú de su restaurante favorito, ese al que iba con él cuando aún la quería y buscaba su compañía. Ése en el que siempre fue feliz.

Tres pasos a elegir ... 

Bss.

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01/11/23

Al amanecer


 Para ti ...

Desde un banco situado a escasos metros del lugar por el que ella pasaba, un hombre fumaba un cigarrillo, mientras pensaba en  lo guapa que estaba esa mañana

El repiqueteo de sus tacones retumbaba en las paredes de la estrecha callejuela que cada mañana recorría de camino al trabajo, mientras pensaba en sus cosas. Ella siempre bromeaba diciendo que tenía un mundo interior muy extenso y entretenido y algo le indicaba que, posiblemente, era cierto. Sabía que no había ni un solo momento del día en el que no tuviera algo rondándole por la cabeza. Aún no la conocía del todo, pero estaba seguro de que dentro de ese cuerpo había aún muchas cosas por descubrir, la mayoría de ellas, muy del gusto de él. Por lo que de ella sabía, era capaz de estar totalmente concentrada en lo que hacía, al tiempo que una idea tras otra, un pensamiento tras otro, se iban sucediendo en esa cabeza que no paraba.


La mujer caminaba con la tranquilidad que le daba el no saberse observada. Su paso, tranquilo, dejaba ver que se encontraba bien, relajada; incluso la cadencia de sus caderas al balancearse hacía pensar que era feliz. La sonrisa que vio asomar a sus labios le hizo imaginar que estaba pensando en él, en la última vez que hablaron, hacía ya un par de días. Aquel día, ambos habían decidido dar rienda suelta a sus pensamientos sobre el otro y, ambos, habían revelado al otro su deseo.

La calle, oscura y solitaria a esas horas, invitaba a un encuentro casual, sin palabras. Se puso en pie, apagó el cigarro con la punta de su zapato, metió las manos en los bolsillos del desgastado tejano que llevaba esa mañana y, despacio, se encaminó tras ella. Aceleró el paso. El sonido de las pisadas de ambos empezaba a fundirse en uno solo, cuando ella giró levemente la cabeza con la intención de mirar a su espalda. Pero no le dio tiempo. Él se abalanzó sobre ella desde atrás y la empujó contra la pared al tiempo que le susurraba al oído un “buenos días” que provocó que mil caballos corrieran desbocados desde su estómago hasta su corazón. Era él. Había venido a por ella. Intentó girarse para encararlo, pero él no la dejó. Con una violencia casi insoportable de deseo contenido, comenzó a besarle el cuello mientras sus manos, ávidas, recorrían cada centímetro de su suave piel y una pasión arrolladora invadía todo su ser hasta llevarlo al mayor de los éxtasis. Ella, atrapada, se dejaba hacer al tiempo que sentía cómo un temblor tras otro se apoderaba de su cuerpo, llevándola al mayor de los placeres que jamás hubiera sentido.

Al cabo de unos minutos, él la dejó girarse y la miró a los ojos. Fue entonces cuando la besó, con ternura, despacio, dejando que ella supiera que él estaba allí por ella, para ella. Ella recibió sus labios con anhelo, había soñado tantas veces con ese momento que temía no ser capaz de disfrutarlo, de saborearlo, pero él se encargó de que eso no fuera así. Fue un beso largo, un beso que envolvía sus cuerpos con la certeza de que nunca, estuvieran donde estuvieran, olvidarían aquel día, aquel momento, aquel rapto de locura, aquel beso.

Ella rozó suavemente la mejilla de él con sus labios y apoyó la cabeza sobre su pecho. Él la abrazó con ternura, asegurándole en silencio que siempre la recordaría bajo la naciente luz de cada amanecer.
Bss.
#blogperez #muchosiempre 
Entrada reeditada del original Sucedió al amanecer, dedicada también a mi muchosiempre.

20/10/23

El abuelo y la nieta (reeditado).

 Sin hacer ruido, entré.

Me senté junto a su cama en la bonita mecedora azul que le habíamos regalado en su último cumpleaños y que ella siempre llamaba "la sillita del abuelo". Allí, mirándola mientras dormía, no pude evitar que las lágrimas resbalaran por mis mejillas.

"Tranquila", me dije, "deja de llorar. La vas a despertar".

Me limpié los ojos con el dorso de mi mano y me dejé caer sobre el respaldo de la "sillita del abuelo", mientras hacía un enorme esfuerzo por relajarme. Fue fácil. En ese cuarto se respiraba tranquilidad, felicidad. Se notaba, nada más entrar, que todo lo que allí había era puro, hermoso, sereno. Sólo se oía la respiración de la pequeña que, ajena a lo que sucedía a su alrededor, dormía plácidamente, mientras soñaba con angelitos. Con su angelito. Con el que iba a velar por ella todos los días del resto de su vida a partir de hoy.

Allí, sentada, recordé el día que ella llegó a nuestras vidas. Como todos los abuelos, imagino, pensamos que nuestros nietos son "lo más todo del mundo", pero es que ella lo era. 

Preciosa, redondita, suave.

Llegó anunciando su nacimiento con un llanto ensordecedor que vaticinaba su vitalidad. 

Tenía un precioso lunar marrón en el centro de su pequeña frente y, cuando nos sonrió, en sus mejillas asomaron dos preciosos hoyuelos que harían de su sonrisa la más bella del mundo.

Su abuelo la tomó en brazos horas después de haber nacido y, desde ese momento, su amor fue incondicional. La amaba con esa pasión que sólo un abuelo puede sentir por su primera nieta y ella le correspondía sin ninguna duda. Jamás hubo en el mundo dos seres que al mirarse demostraran más amor.

Él se sentaba en el porche de casa con ella en brazos cada día y le contaba toda clase de historias, de cuentos, ... Le contaba anécdotas de su padre, nuestro hijo; se inventaba mundos en los que ella era la reina y él su amigo más íntimo. La besaba, la acariciaba, la mecía y, claro, la malcriaba.

Los padres de la pequeña bebita tomaban esta relación con mucho respeto. "Nos encanta que se quieran tanto, están tan felices cuando están juntos...".

Y sí, así era, se les veía muy felices. Desde siempre, por siempre, para siempre.

Ella fue creciendo. Comenzó a andar, a hablar, a coger unas cosas y a pedir otras. Y su abuelo siempre a su lado.

"Ito", le decía abreviando mucho, mucho, el cariñoso término de "abuelito" que él se había empeñado en que ella le llamara, "¡ven!".

Y él iba. Allá donde ella lo llevara o donde ella quisiera ir.

Y los veíamos a través del ventanal de la enorme casa que compartíamos con sus padres, mientras ambos se alejaban de la mano, charlando sin parar, hacia el lugar que ella había elegido ese día para construir su reino por un rato.

Y, así, habían transcurrido los últimos cuatro años. Ella pedía, el abuelo le daba, los demás intentábamos sacarla un poquito cada día del mundo de fantasía que él había levantado alrededor de la nieta y, todos juntos, éramos muy felices por tener una familia con la que compartir tanta dicha.

Hasta hoy.

Él se durmió, sonriendo. Como cada día, sus últimos recuerdos fueron para las horas que esa tarde habían pasado juntos los dos, abuelo y nieta. Lo que ella había preguntado, lo que él le había explicado, el cuento que le contó mientras tomaban el sol en el jardín y cómo ella le había cogido la mano, acariciándole las arrugas que la llenaban.

"Esta niña va a ser muy lista, ya verás. Y es tan guapa que vamos a tener que echar a los pretendientes de casa de todos los que va a tener, jojojo", rio. "¡Ya verás!".

Y, mientras sonreía pensando en todo lo que la nieta le había hecho y dicho ese día, se durmió.

Para siempre.

Ella preguntará mañana, claro. Su mejor amigo ya no va a construir ningún mundo de fantasía para ella. Ya no la cogerá de la mano para ir a tomar el sol; no habrá un abuelo que le aplauda cada nueva palabra que aprenda, ni cada nuevo reto conseguido. No estará el día de su comunión, ni la verá graduarse. No la acompañará el día de su boda, ni podrá darle un beso en el hermoso lunar de su frente cuando sea madre por primera vez.

Ella preguntará mañana, claro. Y yo le diré que su "ito" ha ido al reino de los cielos a cuidar desde allí a la reina más bella. Le diré que, mientras dormía, le crecieron unas hermosas alas de ángel y que, volando, se fue al cielo para, desde allí, velar por nosotros.

Por siempre, para siempre.

Bss.

#blogperez #muchosiempre


14/10/23




Desde hacía muchos días, era la primera vez que sentía ese cosquilleo en la punta de los dedos que la impulsaba a escribir sin contención.
Deseaba hacerlo, quería hacerlo y, sin embargo, delante de la tan temida página en blanco, era incapaz de plasmar lo que su cabeza quería. ¿Sería miedo a enfrentarse con lo que su corazón palpitante sentía desde hacía semanas? Quizá, pensó, quizá…

Había días en los que las ansias que sentía de poder estar donde ni podía ni debía, no le eran fielmente correspondidas, lo que hacía que una rabia contenida le subiera, cada vez con más frecuencia, desde el estómago a su garganta, provocándole unas tremendas ganas de vomitar días tras día. Y no podía evitarlo. Lo había intentado. Lo intentaba cada segundo de cada minuto de cada hora y siempre había algo que la hacía volver al principio. Siempre. Cualquier excusa era buena para empezar de nuevo en ese círculo vicioso en el que su vida se había convertido, pero es que… Lo echaba tanto de menos… ¿Cómo no dejar que sus impulsos ganaran de nuevo la partida? Era fácil dejarse llevar, lo más fácil del mundo, sencillo y fácil… Sin embargo, tras una semana de estudiada distancia y contenido silencio, pensó que era una pena dejar que ganara el deseo que sentía de escuchar su voz, de verle, de mirarlo a los ojos, de sonreírle… Era una pena echar por tierra esos días de sufrimiento que había pasado y ¿superado? no sin esfuerzo. Aunque, bien mirado ahora, tampoco era para tanto. Simplemente, consistía en ir tachando los días del calendario de camino hacia el final de una condena. Su condena. 

Cada día, al levantarse, se decía que era fuerte, que podía hacerlo. Sin duda, podía terminar con aquello si se lo proponía. Nadie decía que fuese fácil, pero tampoco era imposible. La historia de la humanidad estaba llena de amores imposibles, de historias que llegaron a destiempo, de juegos creados por un destino que, en ocasiones, se tornaba traidor y gustaba de estrujar corazones heridos por la flecha envenenada de Cupido, corazones que habían muerto envueltos en lágrimas de amor. La historia de la humanidad estaba llena de amores indestructibles, inolvidables,... Como el que ambos compartían. Uno de esos que se viven una vez en la vida y que jamás se superan ni se olvidan. 

Sentada con la vista fija en el horizonte que se abría ante ella, sonrió mientras recordaba cómo él se atusaba el cabello negro y largo cuando le explicaba cualquier cosa mientras comían, cómo él le agradecía con la mirada la atención que ella le prestaba cuando le contaba cualquier cosa que le hubiera sucedido o que le preocupaba; sonrió al recordar el sonido de su risa, el brillo de su mirada, su bella sonrisa… El horizonte le recordaba que ahora había entre los dos una distancia difícil de recorrer, su historia había empezado y terminado. El destino había juzgado y ganado y ellos, meros jugadores torpes e inexpertos, habían perdido una partida condenada al fracaso desde el primer momento, aunque ambos, en algún momento, habían pensado que podían ganar… A ratos, durante esa época, los dos habían llegado a pensar que podrían superar sus vidas y ganar… Les gustaba imaginar que podrían vivir la vida que ansiaban, que podrían volver sus pasos hacia atrás y borrar las partes del camino recorrido que ambos preferían olvidar y construir un presente a su medida en el que pudieran ir cogidos de la mano, en el que él la agarrara y nunca, jamás, la soltara. Habían soñado una gran historia con un final a la altura de sus sentimientos, de sus deseos.

Pero la realidad, el odioso presente, era muy distinto, puesto que él realmente había pasado página, había decidido dejar que el destino ganara. Había dejado que su corazón se recompusiera tras la explosión. Había decidido dejarla atrás… No olvidarla, pero sí apartarla. Había decidido renunciar a ella, a la felicidad más absoluta, al amor que por ella sentía... Y ella se dolía por ello. Sabía que, para ella, él jamás desaparecería de sus pensamientos, de su corazón, de sus momentos… Sabía que viviría el resto de su vida acompañada de la presencia invisible de aquellos ojos, de aquella sonrisa, de aquellas manos que, quizá, en algún sueño infinito, volverían a acariciar su rostro. Por siempre, para siempre.

Encendió un cigarrillo y contempló la página en blanco que tenía ante ella.

Inspiró, expiró y comenzó a escribir...

Bss.

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05/10/23


Me enamoré de ti la segunda vez que te vi...
 
Nunca he creído en el amor a primera vista, será por eso que esperé a ese segundo encuentro para darme cuenta de que no podía dejar de mirarte, de escucharte, de pensarte,...
 
Nunca he creído en las segundas oportunidades, será por eso que cuando se me presentó, decidí no hacerle caso y dejarla pasar. Pero la realidad es siempre más fuerte que cualquier fantasía y la tercera vez que te vi ya era tarde, no había ya vuelta atrás.
 
Me enamoré de ti la segunda vez que me miraste. Tus ojos, profundos como el mar, se clavaron en mi alma abriendo tras de sí el camino de desesperanza por el que ando perdida desde entonces.

Me enamoré de ti la segunda vez que te soñé. Tus brazos rodeaban mi cuerpo, fuertes, firmes. Tus labios besaban mis labios, suaves, enamorados. Mi cuerpo se abandonaba al tuyo con la seguridad de estar donde anhelaba estar, seguro, tranquilo.
 
Me enamoré de ti la segunda vez que tu mirada me dijo que tú también sentías lo mismo.
 
Bss.

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03/10/23

 

He vuelto a soñar contigo esta noche…

Paseábamos nuestro amor mientras nuestros dedos se entrelazaban y el roce de nuestra piel despertaba un urgente deseo de calmar la sed de pasión que ambos sentíamos. Nos mirábamos, nos abrazábamos, nos saboreábamos… En cada mirada, nos prometíamos una vida juntos.

Y, mientras me besabas, desperté sola y herida en lo más profundo de mi ser…

Bss.

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02/10/23

La historia más vieja del mundo.

"...La historia más vieja del mundo
son dos manos entrelazadas,
dos miradas profundas,
dos bocas amarradas,
dos corazones latiendo…".




Bss.

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26/09/23

La puerta azul.


La puerta azul,
 
por
 
Isabel María Pérez Salas.
 
No sabía cuánto tiempo llevaba parada delante de la puerta azul. Traspasar ese umbral significaba mirar de frente el pasado y no estaba segura de querer hacerlo. Al igual que la pintura de la ajada puerta de entrada a la casa que en algún momento ella llamó hogar, sus recuerdos se habían resquebrajado con el paso de los años hasta convertirse en un mosaico abstracto en el que todo se amontonaba sin ningún orden aparente. Hacía doce años que no visitaba esa casa, que no cruzaba ese portal. Hacía doce años que ese cálido sol que se reflejaba en las ventanas no calentaba su rostro ni arrancaba destellos dorados de sus ojos color miel. Hacía doce años que abandonó a su madre, aquella a la que esa misma mañana había dejado bajo tierra, enterrada en el panteón familiar, bajo una losa de mármol, y a la que no había vuelto a ver en vida.
 
Y ahora estaba allí.
 
“Debo entrar”, se dijo, “en algún momento tendré que hacerlo. Venga”.
 
Pero su cerebro no era capaz de procesar aquella sencilla orden. Su mano derecha agarraba con fuerza el asa de su maleta de ruedas recién estrenada, mientras que la izquierda asía con indecisión el llavero que su tía Julia le había entregado después del funeral, un llavero con dos llaves que le abrirían las puertas de un pasado que ella se había esforzado en olvidar.
 
El funeral...
 
“Una vida llena de trabajo y de servicio a los demás para acabar en una fría tumba rodeada, solamente, del cura, de dos hermanos con los que apenas había cruzado un par de palabras en los últimos años, la panadera, tía Julia y la hija que la dejó sola y a la que no volvió a ver…”, pensó con pena.
 
De todos ellos, posiblemente, la que más sintiera la muerte de su madre fuese tía Julia, una amiga de la infancia, la mejor que tuvo, siempre presente en sus vidas. Ella fue la que la llamó por teléfono hacía dos días para decirle que su madre se estaba muriendo, que ya nada le quedaba por hacer, salvo ver el rostro de su hija antes de partir. Ese fue su último deseo y ella no se lo concedió.
 
Por fin, se decidió a entrar. Subió despacio los dos escalones que separaban la puerta de la acera e introdujo la llave en la oxidada cerradura que la llevaría a encontrarse con todos esos recuerdos que un día decidió olvidar. Apenas se abrió la puerta, las reprimidas lágrimas que se había resistido a dejar salir durante el oficio, hacía menos de una hora, comenzaron a rodar por sus mejillas rumbo a la nada, esa nada que durante años se había instalado en su corazón y que la mantenía a salvo de sus sentimientos cuando pensaba en eso que ella había llamado hogar, cuando pensaba en la que había
sido la persona más importante en su vida, hasta que la misma vida decidió levantar un muro entre ambas e hizo imposible seguir viviendo allí.
 
***
 
Laura era lo que mucha gente llamaba “una hija tardía”. Ana se quedó embarazada de ella cuando casi había cumplido los cuarenta y ya daban por perdido el tener descendencia. Así que, la noticia de la llegada de un bebé los llenó de gozo y esperanza. Federico y ella llevaban casados diecisiete años y por fin veían materializarse ese amor que ambos sentían por el otro.
 
Para desgracia de todos, Federico murió cuando ella tenía cuatro años y casi no lo recordaba. Solamente sabía de él lo que su madre tuvo a bien contarle a lo largo de su niñez; después, ella perdió el interés y dejó de preguntar y la madre dejó de intentar mantener viva su memoria. Su muerte supuso para la pequeña familia que formaban, además de mucha pena y dolor, un cambio total en sus vidas. Ana pasó de ser ama de casa y madre, fundamentalmente, a ser la cabeza de familia y tener que buscar la manera de ganarse el pan cada día para poder dar a su hija un futuro mejor que el suyo. Empezó a limpiar casas y a coser, únicas labores para las que ella se sentía preparada, mientras que Laura quedaba al cuidado de tía Julia, que pronto se convirtió en algo más que una amiga para la pequeña, que se vio privada, de la noche a la mañana, de su padre, al morir este, y de su madre, al tener ella que trabajar de sol a sol.
 
***
 
El pequeño y estrecho pasillo de la casa, apenas iluminado, se abrió ante ella dando paso a recuerdos que intentaba reprimir. Inspiró. El aroma de la casa, a pesar de estar cerrada varios días, olía a ella, a su madre, a ese olor que cada mañana la despertaba dándole la seguridad de que todo estaba bien; ese olor a ropa limpia y pan tostado que se mezclaba en su nariz provocándole la primera sonrisa del día. A pesar de lo triste que se sentía, esa sonrisa infantil de cada mañana de años atrás asomó a sus labios al entrar en la pequeña cocina. Si cerraba los ojos podía verla allí, de pie delante de los fogones, con su delantal de cuadros rojos y blancos con un gatito blanco dibujado en el centro. Siempre tarareaba mientras cocinaba su canción favorita, Libre de Nino Bravo, todo un clásico en el desayuno diario.
 
Se sentó en una de las sillas de madera que había en el rincón de la cocina, bajo una ventana que daba a un estrecho patio de luces por el que apenas se colaba algo de luz. Su mano acarició la rugosa madera de la mesa redonda que permanecía inalterable en el tiempo, como todo lo que había en aquella casa.
 
“Laura, deja de rascar la mesa, que te vas a clavar una astilla. Por Dios, ¡todos los días lo mismo! Es que no aprendes… Y ya vas siendo mayor, hija mía, tienes que empezar a dejar de hacer esas cosas. Yo no puedo estar todo el día repitiendo lo mismo. Venga, desayuna, ya se te han enfriado las tostadas. Otra vez…”.
 
Laura alzó entonces la cabeza y miró a los ojos de su madre, que estaba de pie a su lado, con ese eterno delantal del gatito de cuadros rojos y blancos. Acababa de cumplir los doce años y su mente empezaba a vagar por los lugares por los que suelen vagar los niños que están a un paso de la adolescencia. A menudo, se quedaba ensimismada con la vista fija en la pared, mientras su madre le dedicaba tiernas miradas, pensando en lo mayor que se estaba haciendo y en lo rápido que la vida pasaba. Sí, a pesar de todo, la vida pasaba.
 
“Sí, mamá, perdona. No lo volveré a hacer, ¡prometido! Las mejores tostadas del mundo son las tuyas, mami”. Y Ana se inclinó entonces a besar a su hija en la frente, beso que fue recibido con una enorme sonrisa.
 
Laura despertó de su ensoñación con lágrimas en los ojos. Ese “prometido” retumbaba en su cabeza y ella lo repetía sin consuelo. “Prometido mamá, prometido”, mientras su cuerpo se dejaba llevar de nuevo a una época de su niñez en la que hubo más amor que discusiones. Y las discusiones que hubo eran las normales entre una madre protectora y una hija que, poco a poco, iba convirtiéndose en una preciosa mujer, por dentro y por fuera.
 
***
 
Un rayo de sol se colaba entre las rendijas de una de las ventanas de madera del pequeño comedor que había en el centro de la casa y que servía de distribuidor al resto de estancias de la vivienda, que no eran más que dos dormitorios y un pequeño baño. Encima de una pequeña mesita, bajo la ventana, reinaba, solitario y nostálgico, un marco de foto de plata que guardaba en su interior, quizá, el único recuerdo que allí quedaba de ella. Una pequeña Laura con coletas se asomaba a ella mientras su madre empujaba el columpio en el que estaba sentada y una sonrisa feliz se dibujaba en sus labios. No sabía quién habría hecho esa foto, la verdad es que ni siquiera recordaba haberla visto nunca… Una punzada de dolor empezaba a aparecer junto con los recuerdos que esas cuatro paredes guardaban.
 
Laura se sentó pesadamente en un viejo butacón color salmón en la esquina del comedor, junto a la única ventana que había y desde donde su madre aprovechaba, siempre que podía, los escasos rayos de luz que por ahí entraban para coser. Decía siempre que no había nada como coser con luz natural.
 
“Manías tuyas”, le decía la hija, “¿qué más dará coser de un modo u otro?”.
 
Sus manos acariciaron la vieja piel rosada con nostalgia. Ese sillón llevaba allí tantos años como hacía que Federico había muerto y formaba parte de todos los recuerdos que Laura conservaba de aquella casa. Allí la acurrucaba Ana las frías tardes de invierno mientras compartían un chocolate caliente y allí la mecía tía Julia cuando las lágrimas surcaban su rostro de niña al irse la madre a trabajar. Era entonces cuando dejaba salir su furia, esa furia que le nacía de dentro al sentirse abandonada, de ese modo egoísta que sienten los niños cuando las cosas no se hacen como ellos desean.
 
“No seas así, Laura, mamá tiene que ir al trabajo y tú al colegio. Después te recogeré y nos iremos un rato al parque si hace bueno”, le decía tía Julia, con la esperanza de hacerla entrar en razón y evitar que la consabida furia fuese a más. Laura la miraba entonces con los ojos rojos de ira y los mocos colgándole nariz abajo.
 
“¡No quiero!”, le chillaba ella entonces. “¡No voy a ir a ningún sitio sin mi mamá!”.
 
Laura lloraba amargamente cuando volvió a la realidad. Su cuerpo se estremecía entre sollozos mientras dejaba caer la cabeza entre sus manos; el único sonido que se escuchaba era el de su desesperación por no haber vuelto antes. Su madre la había necesitado, la había llamado y ella, egoísta y furiosa como siempre, la había ignorado. Solamente hubiera tenido que venir un día antes, solo un día, y la habría visto antes de morir. Habría compartido con ella esas últimas y penosas horas en las que, según le había contado tía Julia, el dolor se había hecho tan severo que la habían tenido que sedar. Fue entonces cuando la belleza de antaño volvió al rostro de Ana al desaparecer el dolor que sentía; toda la paz y tranquilidad de su alma volvió a su cuerpo, paz alterada, eso lo sabía de sobra Julia, solamente, por la ausencia de su única hija.
 
“Julia, necesito ver a Laura antes de morir. Necesito explicarle a mi hija lo que pasó, el motivo por el que la dejé marchar sin luchar. Necesito que mi alma muera en paz. Julia, llámala, dile que venga. Por favor”.
 
Y eso hizo. Julia llamó a Laura esa misma noche, pero no obtuvo respuesta alguna. Lo único que escuchó al otro lado del teléfono fue el sonido metálico de la voz de Laura grabada en el contestador. Lo que tía Julia nunca supo es que, mientras ella luchaba por retener las lágrimas de impotencia al suplicarle a la niña que volviera a casa, Laura permanecía inmóvil en su sofá escuchando aquel mensaje, impasible y con la firme determinación de ni siquiera molestarse en escucharlo dos veces. Y ahora estaba allí, en la casa de la puerta azul, lamentando no haber levantado el teléfono aquella noche.
 
***
 
Hacía un rato que le había empezado a sobrar el abrigo, los estilosos zapatos de tacón negro que llevaba se le clavaban como si fueran puñales y hasta el sobrio moño que se había hecho al levantarse esa mañana le estaba destrozando la cabeza. Decidió que ya era hora de cambiarse, estaba anocheciendo y empezaba a notar algo de frío. Se levantó despacio de la butaca de su madre y se encaminó hacia la puerta de su cuarto. Con cuidado, casi como si temiera despertar a alguien que durmiera sobre la vieja cama, abrió la puerta y asomó la cabeza. No sabía cómo encontraría la habitación, si su madre habría conservado todas sus cosas o si, por el contrario, el disgusto del abandono y la soledad la habrían empujado a tirarlo todo. Encendió la luz; sobre la cama, situada a la izquierda de la ventana, no había nada más que el edredón blanco que siempre la había cubierto. Si no recordaba mal, ese edredón fue uno de los regalos de Comunión con el que alguien, posiblemente tía Julia, la había obsequiado. Sonrió al recordar aquel día… La felicidad corría a borbotones por la pequeña casa en la que la fiesta y la alegría habían sido las protagonistas junto a la pequeña Laura, que ya había cumplido ocho años y se enfrentaba al primer gran acontecimiento consciente de su vida. Al igual que ella, hacían la Comunión en la modesta Iglesia de San José cercana a su casa, diez compañeros del colegio que avanzaban hacia el altar con las manos unidas en señal de respeto y recogimiento, tal y como Sor Eulalia les había enseñado durante las clases de catecismo. Cerró los ojos; si se esforzaba un poco podía escuchar las risas de aquel día, junto con el jaleo de las vecinas entrando y saliendo de casa para ayudar a Ana a prepararlo todo. A pesar de que el dinero no sobraba, se había propuesto que aquel día fuese inolvidable para la pequeña Laura y que la ausencia de su padre no marcara aquel día en su memoria como un día triste. Y lo consiguió. No hubo lugar para las lágrimas, sólo para la alegría. Laura sonrió sentada en la cama al recordarlo, fue un día feliz, muy feliz. Su madre la ayudó a vestirse, la peinó con sus manos de largos y finos dedos, aquellas manos cálidas que le acariciaban el rostro cada mañana y que la consolaban cuando estaba triste, que la abrazaban en cada despertar al despuntar el alba; con esas manos le había confeccionado un sencillo y precioso vestido blanco para ese día y, con esas manos, la había empujado en la puerta de la Iglesia hacia el altar. Con esas manos que tanto había amado y que, ahora, añoraba.
 
Se levantó de la cama y se quitó el abrigo. Despacio, se descalzó y puso los zapatos en un rincón de la habitación. Se soltó el largo cabello negro mientras miraba a su alrededor y sentía que un poco de fuerza volvía a su cuerpo dolorido. Aquella habitación siempre le había dado mucha paz; había pasado muchas horas de su adolescencia entre esas cuatro paredes blancas leyendo, escribiendo, escuchando música, … Era su habitación preferida de la casa, no en vano, era la suya. Allí había reído, llorado, soñado,...; había crecido y había madurado rodeada de esos muebles y de ese aroma a vainilla que tanto le gustaba. Y fue allí dónde decidió marcharse años atrás.
 
***
 
Desde la cama podía observar toda la habitación. Su madre, fiel a ella misma y a sus recuerdos, había conservado la habitación de Laura casi del mismo modo que ella la dejó, solamente habían desaparecido del armario las escasas prendas de ropa que ella no se llevó. Imaginaba que Ana las habría dado a gente que las necesitara, como solía hacer con frecuencia. “Siempre hay quien lo necesita más que tú, Laura, no lo olvides nunca”. La estantería que compraron juntas cuando Laura empezó el bachillerato seguía llena de sus libros y apuntes, de los que siempre se negó a desprenderse. Mientras sonreía recordando las múltiples veces que Ana le había pedido que regalara alguno de aquellos libros a la biblioteca del pueblo, su mirada se detuvo sorprendida sobre lo que parecía una pequeña caja de música. Se levantó y se acercó a la estantería. Con cuidado, como si fuese a romperse, tomó la cajita entre sus manos y la puso sobre la cama. La caja era de madera, pintada en rojo con dibujos en dorado y verde, asemejando los adornos navideños que tanto le gustaban, y se abría con una pequeña llave plateada que ella recordaba haber tenido siempre puesta en el ojo de la cerradura, pero ahora no estaba allí. Buscó por la estantería, levantó libros, abrió cajones y no consiguió dar con ella. De nuevo, se sentó sobre la cama mientras sostenía cuidadosamente la caja de música entre sus manos preguntándose dónde habría guardado su madre aquella llave.
 
No tenía ninguna duda de que Ana habría levantado esa tapa mil veces durante estos años, así que en algún sitio debía estar. Y de repente la vio… El llavero que tía Julia le había dado tras el funeral con la llave de la casa tenía dos llaves, una era la de la puerta de la entrada, la otra, ajada ya por los años transcurridos, debía ser la de la caja de música o, al menos, eso esperaba. Cogió el llavero que había dejado sobre la mesita de noche de su habitación y probó. Un leve y casi imperceptible click sonó cuando la cerradura cedió y, al levantar la tapa, el Claro de luna, de Debussy, una de sus melodías favoritas, inundó la habitación. Esa melodía la había acompañado desde siempre; incluso ahora, cuando se sentía nostálgica o triste, solía ponerla de fondo a sus penas y, si bien no era una música que se pudiera catalogar como alegre, el escucharla le hacía darse cuenta de que seguía sintiendo y que su corazón estaba vivo aún, lo que conseguía que siguiera dando pasos hacia delante cada día.
 
Recordó con tristeza el día que su madre se la regaló… La había encontrado en un viejo anticuario del pueblo que siempre tenía alguna sorpresa arrinconada en la pequeña tienda para aquellos que, con paciencia, supieran encontrarla. Laura cumplía quince años y Ana quería que su hija tuviera un buen recuerdo de aquel cumpleaños.
 
Además de guardar música en su interior, la vieja caja escondía una pequeña gaveta en la que Laura había guardado sus tesoros a lo largo de los años, esos tesoros que un adolescente no quiere que nadie encuentre y que un adulto gusta de recordar de vez en cuando. Así que, haciendo memoria, buscó el cajón para ver lo que había en su interior. Lo que Laura no esperaba encontrar fue la carta que encontró, único objeto depositado en ella. Y menos aún esperaba que aquella carta fuese dirigida a él, al hombre al que abandonó, al hombre que fue el amor de su vida, al hombre por el que se había marchado de allí hacía doce años y nunca había vuelto. Aquella carta era para Miguel, su Miguel, el único hombre al que había amado y al que, aún hoy, seguía amando, aunque el tiempo y la distancia habían apaciguado de algún modo la pasión de los veinte años convirtiendo su amor por él en algo más ligero, más llevadero, en algo que la acompañaba a diario, pero que ya no le pesaba ni le dolía.
 
Miró aquel sobre con extrañeza, no recordaba haber dejado allí ninguna carta para Miguel y, aunque la letra escrita en él le resultaba familiar, no era la suya.
 
“¿Es posible que esta carta la escribieras tú, mamá?”, pensó. “Después de todo lo que me hiciste, dejaste una carta para él y no para mí… ¿Por qué? ¿Qué tienes que decirle a Miguel que yo no pueda saber? ¿No tuviste tiempo de enviarle la carta tú misma, que la dejas aquí para que yo la encuentre y…? ”.
 
De pronto lo supo. Sin duda, aquella carta la había escrito Ana y la había dejado allí, en un sitio dónde sabía que ella miraría cuando volviera a casa; se había asegurado de que Laura pudiera abrir la caja de música sin problema dejando la llave bien a mano, se había asegurado de que viera la carta dirigida a Miguel y se había asegurado de que fuera Laura la que decidiera si enviarla o no a su destinatario. Sí, sin duda, esa carta escrita por Ana era importante.
***
 
Miguel… Recordó con dolor la primera discusión que su madre y ella habían tenido por su causa, justo ahí, en esa misma habitación. A sus diecisiete años, Laura era ya una guapa jovencita que empezaba a destacar por todo en esa pequeña y cerrada sociedad en la que vivían. Y dentro de esa cerrada sociedad, el que más la admiraba y apreciaba era Miguel, un chico de su edad, amigo de juegos y compañero del colegio que desde bien pequeño bebía los vientos por ella, aunque nunca se lo había confesado. Él era hijo de uno de los matrimonios más ricos de la zona, tanto por el rancio abolengo, como por la fortuna que poseían. A pesar de que Ana era conocida de esta familia, no terminaba de ver con buenos ojos la amistad creciente que se iba afianzando entre los dos niños y poco a poco se lo hizo saber a Laura, que acogió con un buen berrinche las palabras de la madre, a la que tachó, durante aquella primera discusión, de clasista, cuando esta le dijo que cada uno debía saber a dónde pertenecía y no mezclarse ni querer ser lo que no se era. Y esta discusión fue siendo cada vez más habitual con el paso de los años, cuando la relación entre ambos jóvenes empezó a tornarse más romántica y menos inocente. Porque Laura tenía claro lo que deseaba y estaba decidida a luchar por ello, aunque tuviera que llevarse por delante a su madre.
 
Miguel la quería, indudablemente, desde siempre. Sus ojos sonreían cada vez que se cruzaban por la calle y ella se estremecía en cada “buenos días, Laura” que él le dedicaba. Habían sido compañeros de colegio, compañeros de instituto y compañeros en la Universidad. Ambos habían decidido dedicarse a la enseñanza; ella prefirió alargar un poco sus estudios e hizo un Máster en Educación que la mantuvo muy ocupada un par de años más y él se fue a trabajar a la ciudad después de aprobar unas oposiciones muy duras. Se veían en el pueblo los fines de semana, aunque no compartían nada más que las pequeñas experiencias de esos años de estudio, algún que otro encuentro en las escasas fiestas del pueblo y algún que otro café compartido siempre con más amigos. Ninguno dijo nunca lo que sentía, hasta que la inevitable realidad los empujó a los brazos del otro y los convirtió en uno con una sola mirada. Bastó un ligero roce de la mano de Miguel para que Laura entrelazara sus dedos y lo besara, con ternura al principio y con urgencia después, aquella noche de verano en la que se dijeron todo aquello que llevaban tiempo queriendo decirse y que no se podía decir con palabras.
 
***
 
Con manos temblorosas y un nudo en las tripas que le revolvía el recuerdo, Laura se sentó sobre la mullida colcha. Ya había decidido que debía saber el contenido de aquella carta, Ana la había dejado allí para que ella la encontrara y, sin duda, el motivo debía ser importante. Ya pensaría lo que hacer con ella después, poco importaba eso ya. Rasgó el sobre con cuidado de no romper las hojas que contenía, respiró hondo y comenzó a leer:
 
“Querido Miguel,
 
Sé la sorpresa que te causará esta carta. Aunque supongo que lo sabes, mis días aquí están tocando a su fin y quiero irme con el alma en paz. Si bien no creo que vuelva a ver a mi hija, creo justo dejar que su vida siga adelante con la mayor normalidad posible. Hubo un tiempo, ese tiempo en el que todos deseábamos que nuestros hijos fueran felices, en el que yo también decidí ser feliz y dejar que se cumplieran mis deseos, a sabiendas de que no estaba haciendo lo correcto.
 
Tu padre y yo nos conocíamos desde niños; ambos nos habíamos criado aquí y nuestras familias eran de sobra conocidas, la suya por ser una de las familias más ricas de la zona y la mía por ser una de las familias más antiguas.
Imagino que finalmente nos enamoramos, aunque ambos teníamos muy claro que el mundo tendría que dar un giro demasiado grande para poder estar juntos, y después de unos años de discreto romance, decidimos que había llegado el momento de dejarlo, antes de continuar alimentando algo que no tenía futuro. Tan solo intercambiamos un par de frases el último día que nos vimos a solas, siendo aún muy jóvenes para darnos cuenta de que ninguno de los dos sería feliz al cien por cien a lo largo de la vida sin el otro a su lado. Cada uno siguió su camino, asumiendo sin discusión las normas no escritas de una sociedad en la que todo estaba dispuesto de manera que las clases sociales no se mezclaran; era lo normal, y todos lo asumíamos así. Yo encontré a Federico, uno de los hombres más buenos y respetuosos que he conocido, y tu padre se casó con tu madre al año siguiente de decirnos adiós. Nos veíamos, nos cruzábamos, nos mirábamos y seguíamos cada uno nuestro camino. Apenas un saludo era lo máximo que nos permitíamos. Y apenas un esbozo de sonrisa era lo que nos dedicábamos el uno al otro con la esperanza de que nadie se diese cuenta de que aquello que nació en la juventud no había muerto del todo con la madurez.
 
Los años pasaron y Federico y yo empezábamos a darnos cuenta de que jamás tendríamos descendencia. Llevábamos casados más de quince años e intentándolo casi desde el primer día sin ningún resultado. Yo aún era joven, pero los años pasaban y cada vez me sentía más sola. Salvo la compañía esporádica de tía Julia, pasaba una hora tras otra ocupándome de lo mismo: la comida de Federico, la ropa de Federico, de la casa para que Federico estuviera a gusto al volver del trabajo,… No me malinterpretes, Federico era para mí lo mejor que jamás me había pasado, pero mis días giraban en torno a él y sentía que, poco a poco, la Ana soñadora que había sido en mi juventud desaparecía y no estaba segura de querer perder todo eso hasta el punto de dejar de ser del todo yo misma. Fue entonces cuando empecé a obligarme a salir cada tarde un rato, antes de que Federico volviera a casa, y fue así como volví a encontrarme con tu padre…
 
Fernando estaba casi igual a los treinta y siete que a los veinte, al menos para mis ojos; al mirarle solo veía al joven apuesto que había ganado mi corazón con dieciséis años. El caso es que él también solía salir a caminar por la orilla de la playa cuando no llovía y empezamos a cruzarnos por casualidad al principio, y a desearlo y casi buscarlo después. Hablábamos, reíamos, recordábamos el pasado,… No sé cómo explicarte lo que significó aquello para mí, para los dos… Tus padres, según contaba tu padre, no vivieron una vida muy feliz y, al final, como sabes, decidieron por tu bien seguir viviendo juntos en la misma casa, pero hacer discretamente cada uno su vida.


Así fue como empezamos a vernos de otro modo tantos años después… Y así fue como me quedé embarazada de Laura…”.
 
***
 
Laura contuvo como pudo la angustia que se escapaba por su garganta al llegar a este punto de la carta que su madre había escrito a Miguel. Las piezas del misterioso rompecabezas que la había torturado durante doce años empezaban a encajar en un tablero invisible que aún se alzaba borroso ante sus ojos. Estaba absolutamente atónita ante aquella declaración de infidelidad de una de las personas más honradas, rectas y severas en su forma de pensar y de sentir que había conocido nunca. Y lo peor de todo no era solamente la infidelidad de su madre a Federico, sino que según daba a entender, Fernando podría ser su padre, lo que significaba que Miguel y ella compartían mucho más que un pasado en común. Ahora empezaba a darse cuenta del motivo de la reticencia de Ana ante su relación con Miguel y ese insistente empeño, que jamás le explicó, en que se alejara de él cuando empezó a darse cuenta de que los niños se hacían mayores y esa amistad que les unía desde bien pequeños, se estaba convirtiendo en algo más que mero cariño.
 
***
 
Aún sonreía recordando lo que Miguel le había dicho antes de dejarla en casa, cuando se encontró con la mirada furiosa de su madre. Estaba de pie, parada delante de la puerta del comedor con los puños apretados y la cara desencajada. Desde hacía unos meses, ella y Miguel se veían a diario y Ana no lo terminaba de encajar, cosa que a Laura le extrañaba bastante, ya que siempre había sido muy amable con él. No había, al menos no que ella supiera, ningún motivo que justificara ese cambio en el modo de tratar a Miguel, lo que la tenía muy preocupada al no comprender lo que estaba sucediendo.
 
-Hola, mamá, ¿aún levantada?
 
-Laura, pasa, tenemos que hablar.
 
- ¿Qué sucede?
 
-Creo que ya va siendo hora de que sepas la verdad, antes de que esta locura tuya vaya a más y termines cometiendo el mayor error de tu vida.
 
-  ¿De qué estás hablando? Si te refieres a Miguel…
 
-  ¡Calla! Pasa te digo, siéntate e intenta por una vez escuchar sin interrumpirme.
 
-  ¡Pero bueno, mamá! ¿Qué es lo que te pasa?
 
Laura se sentó en una silla frente al viejo sillón orejero color salmón, desde donde Ana la miraba con gesto serio.
 
-Mira Laura, no quiero imponerte nada, pero esta situación no puede continuar así. Miguel no es para ti, eso ya lo sabes, y creo que como diversión ya ha estado bien. A partir de mañana, si quieres seguir con esto, no será bajo mi techo. Te he recogido tus cosas, puedes irte cuando quieras. No te quiero aquí, no quiero seguir viendo cómo destrozas y arruinas tu vida enganchada a un hombre que te va a dejar. Miguel tiene un compromiso con una mujer de su clase, alguien de su misma escala social. Y van a casarse. Siento ser yo quien te lo diga, pero ya va siendo hora de que abras esos ojos de boba soñadora con que has decidido mirar al mundo y empieces a darte cuenta de que la única persona que se ha pasado la vida velando por ti, he sido yo.
 
- ¿Hasta aquí eres capaz de llegar para salirte con la tuya, mamá? ¿Serías capaz de destrozarme la vida, de arrancarme el corazón con una sola mano y apretar hasta reventarlo para ser tú la que gane? Mi madre, esa que me crio, la que me dio calor, la que me ayudó a ser lo que soy, … Esa madre tierna, dulce, cariñosa, ¿dónde ha ido a parar? Los años te han vuelto gris y lo peor de todo es que te has convertido en el ser más desgraciado del mundo. Pero no te preocupes, no me voy a quedar a verte morir, no me voy a quedar a ver cómo destrozas los años que te quedan por vivir… No me voy a quedar a ver cómo se derrumban los muros de esta familia. Miguel y yo tenemos un futuro juntos, te lo aseguro. Y tú no vas a estar en mi vida para verlo. Eso, también te lo aseguro.
 
Laura se levantó de la silla decidida a irse y se dirigió a su cuarto, mientras el rostro de Ana, crispado por la rabia y el dolor que sentía en ese momento, se llenaba de lágrimas que Laura no se molestó en mirar. Quizá, pensaba ahora, se hubiera dado cuenta de que su madre estaba sufriendo por algo más que por no salirse con la suya en cuanto a Miguel y ella.
 
Las palabras de Ana martilleaban el cerebro de Laura mientras recogía lo poco que su madre había dejado sin guardar en dos maletas que la esperaban, abiertas, en su habitación. Se sentó en la cama, esa que había guardado sus anhelos, deseos y esperanzas y que, ahora, acariciaba por última vez. Con manos temblorosas y un sollozo que le destrozaba el pecho, se puso el abrigo y salió de la habitación cargada con los recuerdos que había decidido llevarse. Iba a buscar a Miguel, iba a preguntarle si lo que su madre le había dicho era verdad y, después, cuando él le dijera que no, que la única mujer con la que iba a casarse y pasar el resto de su vida era ella, iría dónde él quisiera llevarla. No iba a volver jamás a la casa de la puerta azul, nunca volvería a cruzar el umbral de desdichas que ahora dejaba atrás, ni su mirada se volvería a cruzar con la de su madre. Nunca más.
 
***
 
“… No voy a engañarte… Nunca supe con total seguridad si Laura fue fruto de mi infidelidad con tu padre o si fue ese milagro que Federico y yo pedíamos cada día. No, nunca lo supe,… Y tampoco me importó, hasta que fue demasiado tarde y el destino y el amor os unió… Fernando nunca supo de mis dudas y Federico nunca supo de mi aventura. Desde ese día, mi marido y yo construimos nuestro futuro en torno al esperado nacimiento y empezó otra etapa para nosotros. El mismo día que supe que esperaba un hijo, fui a buscar a tu padre para decirle, de nuevo, adiós. La vida nos separaba otra vez, aunque esta vez no me importó en absoluto. En mi interior, había un corazón latiendo, una pequeña criatura que me pertenecía, fuese de quién fuese. Era mía y solo mía. Yo iba a darle la vida y a ocuparme de ella hasta que el último aliento de mi existencia saliera de mi boca; iba a luchar por ella, a vivir con ella, a respirar por ella cuando le faltara el aire… Mi vida ya no era mía. Mi vida, ahora, era suya.
 
Fernando tampoco dijo nada esta vez. Se limitó a mirarme, con esos ojos suyos que te taladraban, mientras yo le contaba, loca de alegría, que iba a ser madre. No hacía falta ninguna explicación más, él ya sabía lo que eso significaba… De hecho, tu madre, en aquella época, ya estaba esperando tu llegada. Nos besamos, nos abrazamos, nos miramos a los ojos y nos dijimos adiós. Él sacudió la mano mientras yo le sonreía y me alejaba para siempre. Así fue como terminó todo.
 
El resto de la historia, el motivo por el que Laura se fue sin decirte adiós, nunca lo supe. Es cierto que aquella última noche hice todo lo que estuvo en mi mano para que Laura te dejara antes de permitir que vuestra relación llegara a mayores. El siguiente paso que ibais a dar era el matrimonio y yo no podía permitirlo, no sin saber con total seguridad si Laura y tú compartís la sangre de Fernando. Y eso no podía suceder sin que yo reconociera haber sido infiel a mi marido. Porque, además de infiel, he sido y soy una madre egoísta y cruel que permitió que su única hija se alejara de ella por no reconocer todo aquello que hizo mal. Le dije sin sonrojarme que tú la estabas engañando, que solamente te estabas divirtiendo con ella mientras esperabas el día en el que tu destino se cumpliera al casarte con otra mujer de tu misma clase y posición social, matrimonio que tenías concertado por tu padre desde hacía años y que estabas a punto de llevar a cabo. Sí, fui muy cruel, pero tenía que evitar a toda costa que vuestra relación siguiera adelante. Prácticamente, la eché de casa aquel día y ella se fue. Por ti…
 
Porque su amor por ti fue mucho mayor que el que jamás sintió por mí…
 
Ana”.
 
***
 
Laura dobló la carta con mucho cuidado, despacio, como si las palabras que contenía fuesen a desintegrarse si las agitaba demasiado rápido. Esa última frase se le había clavado en el alma, un alma ya rota, que iba a tardar mucho tiempo en lograr recomponer. Entendía por qué Ana había decidido guardar aquella confesión en su cajita de música en lugar de enviársela a Miguel; era su manera de pedirle disculpas por haber sido tan cruel con ella, por haberle arruinado la vida de ese modo tan egoísta sin haberle explicado el motivo de su negativa a su relación con Miguel. El escribir esa carta a Miguel era el modo de escribirle una carta a ella antes de morir, era su manera de irse en paz.
 
Mientras las lágrimas surcaban sus mejillas, Laura recordó la última noche que se paseó por las calles del pueblo que la vio nacer antes de irse para siempre. Cargó con las dos maletas como pudo hasta llegar a la puerta de la casa de los padres de Miguel, donde él se alojaba los fines de semana cuando venía de visita. Se detuvo en la acera de enfrente pensando si sería mejor llamarlo por teléfono para que saliera o presentarse allí sin más. Aunque sus padres sabían de su relación, según le decía Miguel, aún no se conocían de manera oficial y no creía que aquella noche fuera la mejor para entrar en casa de sus futuros suegros. Debía estar horrible, había llorado mucho y no se había molestado ni en peinarse antes de agarrar su equipaje y salir corriendo de esa casa que más parecía el infierno que un hogar estos últimos años. Fue entonces, mientras dudaba lo que hacer, cuando vio salir a Miguel cogido del brazo de una desconocida. Ella apoyaba su mano derecha en el brazo de él en un gesto que denotaba una gran confianza entre ambos. Reían mientras charlaban sobre algún tema divertido, ya que Miguel se carcajeaba sin parar. Fue entonces cuando las palabras de Ana empezaron a retumbar en su cabeza de manera insistente: “Miguel solo se está divirtiendo contigo, él tiene un compromiso y se casará con alguien de su misma clase. Tú no significas nada para él, cuando llegue el momento de cumplir con su destino, te abandonará y se irá”.
 
Ni siquiera tuvo fuerzas aquella noche para seguir llorando. Destrozada, sola y con los restos de su corazón arrastrando tras de sus pasos, se marchó de allí sin decir adiós a nadie.
 
***
 
Cuando despertó, ya había amanecido. Le dolía la cabeza y notaba cómo sus ojos se quejaban de tanto llanto, le escocían y palpitaban como si dos pequeños corazones vivieran en ellos. Se levantó, se vistió, recogió sus cosas de nuevo, como ya hiciera años atrás y, lentamente, con ternura en su mirada esta vez, dio un último paseo por la pequeña casa que la había visto crecer y que había compartido sus buenos y malos momentos, la casa que había sido su hogar. Suspiró con pesar mientras cerraba la puerta de su cuarto, acarició con ternura el sillón que la abrazaba en las largas tardes de invierno, besó el rostro inanimado y amarillento de su madre en aquella vieja foto del columpio y se despidió de la rugosa mesa de madera de la cocina. Tal y como hiciera el día anterior al llegar, cerró los ojos e inspiró el aroma de la casa, esta vez para asegurarse de guardarlo en su memoria para siempre.
 
Salió despacio, en silencio, la pequeña maleta en una mano y la carta que había cambiado su vida en la otra. En su mente, solo un nombre: Miguel. Y sobre sus hombros todo el peso de una verdad que podía ignorar o afrontar. Ahora tenía en sus manos la posibilidad de cambiar su futuro sola o en su compañía. Ante ella se abrían dos caminos y aún no estaba segura de hacia cuál de ellos la empujaba la puerta azul.

Bss.

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